sábado, 20 de julio de 2019

ARTICULO



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UniDiversidad. El blog de José R. Alonso.


Posted: 04 Jul 2019 01:30 AM PDT
Marta Bueno y José R. Alonso
Cualquier cambio afecta a nuestro cerebro, dispuesto siempre a reestructurarse y a responder a las novedades creando nuevas redes neuronales y modificando las existentes. Este cableado sediento de retos, misterios y emociones es el que realmente nos informa del entorno. De hecho, percibimos aquello que cambia. Si la realidad que tenemos delante es anodina y uniforme, sin nada que varíe, llega un momento en el que no somos conscientes de la información de nuestros sentidos, nuestros receptores se habitúan y dejan de responder. Pero cuando ocurre algo novedoso nuestra respuesta a lo que percibimos se activa y tiene lugar una intensa actividad neuronal. Es a partir de esa información que recoge nuestro cerebro desde la que se va conformando nuestra experiencia vital. Este estado de alerta es utilizado con acierto por los buenos contadores de historias.
Los creadores de una historia enganchan al lector desde el interés de nuestra mente por atender cualquier cosa que modifique nuestros pensamientos, que altere nuestras expectativas, que entre en conflicto con nuestra experiencia. La curiosidad se activa y nos alienta a continuar.
Y también sucede lo contrario: en muchas ocasiones perdemos el interés de lo que hemos empezado a leer porque no ocurre nada nuevo, todo es previsible y sigue normas y convencionalismos establecidos. Las frases hechas nos matan. Leemos sin enterarnos demasiado del contenido y además lo que leemos se nos olvidará enseguida: no nos emociona, no nos interroga, no permanecerá en nuestros circuitos neuronales. Por el contrario, en una lectura atractiva e interesante, en una clase que excita nuestra curiosidad, en una buena historia, nuestro cerebro anticipa lo que puede ocurrir en las páginas siguientes o en los minutos siguientes y elabora varias alternativas que podrán o no suceder según avanza la historia. Nuestro cerebro afronta la incertidumbre del futuro imaginando escenarios. Al descartar o confirmar esas predicciones, modificamos nuestras redes neuronales. Lo imprevisible en la narración contribuye al aprendizaje. Los cambios no tienen por qué estar marcados explícitamente en la trama. En una buena historia éstos se insinúan, se muestran como una amenaza o como una esperanza, nos presentan alguna señal apenas perceptible que nos hace confiar en el milagro o dudar de la integridad de un personaje. Así, en la primera frase de Harry Potter leemos: «El señor y la señora Dursley, que vivían en el número 4 de Privet Drive, estaban orgullosos de decir que eran muy normales, afortunadamente». Con esa frase la autora sugiere al lector que algo va a transformar muy pronto la apacible vida de los Dursley, la anormalidad -lechuzas correo, personas extrañas y magia- va a llamar muy pronto a su puerta.
En una buena historia no somos meros espectadores pasivos a la espera de que sucedan cambios. Podríamos leer como un simple acto de disfrute, pero nuestro cerebro va más allá. De la misma manera que en la vida real la misión de nuestro cerebro es comprender el mundo y controlar nuestra andadura, necesitamos también entender el universo diseñado por un autor y prever su futuro. Mantenemos la curiosidad en lo que pueda suceder en ese universo porque no sabemos el desenlace de su historia. Continuamos leyendo para conseguir toda la información posible. Cuando León Tostoi empieza Ana Karenina y escribe «Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera» nos pone en alerta, queremos saber en qué se diferencian, queremos entender de qué nos habla. Buscamos respuestas a lo que se nos va planteando durante la historia y las conseguimos y ese logro incluye el momento de satisfacción cuando cerramos un gran libro.
Un buen narrador aporta una gran cantidad de detalles sobre el mundo que crea con su obra. Loewenstein (1994) afirma que existe una «relación positiva entre curiosidad y conocimiento». Sin embargo, la curiosidad no se activa cuando tenemos muy pocos datos sobre algo concreto o cuando creemos que ya lo sabemos todo sobre un tema. Necesitamos movernos en ese amplio rango intermedio. Un buen escritor —y también un buen profesor— sabe que seguiremos leyendo —y seguiremos aprendiendo— cuando imaginamos que tenemos una idea sobre algo pero no estamos seguros del todo, nos queda camino por recorrer.
Estudios de neuroimagen revelan que en este punto el sistema de recompensa de nuestro cerebro se pone en marcha y necesitamos seguir leyendo igual que necesitamos ingerir alimento cuando tenemos hambre o tener sexo para conseguir placer. La curiosidad puede despertarse con un acertijo o un misterio importante planteado al inicio de la lectura —el asesinato en tantas novelas negras— o una ruptura de expectativas que nos hagan replantearnos el contenido —cuando los sospechosos más prometedores van siendo descartados y hay que pensar en otros posibles culpables—, un interés por conocer la respuesta a algo sabiendo que la verdad está en posesión de un personaje — por eso los malos suelen ser siempre más interesantes que los buenos— o, de repente, cuando sentimos que nos hablan de nosotros, que somos parte de la trama, y nos hace preguntarnos si también seríamos capaces de ser valientes o de hacer el mal. Todo esto que nos lleva a querer avanzar más en la historia buscando placer, activa nuestro sistema de recompensa. Ya antes de conseguir información en las páginas siguientes de un libro nuestro cerebro anticipa y rellena el hueco de datos que nos deja el autor consciente o inconscientemente. Cada lector solapa su esquema de realidad con el mundo modelado por el narrador y así lo hace suyo.
Los universos creados por un contador de historias son perfectamente creíbles por el lector, están diseñados para convencer a nuestro cerebro de su existencia, las voces de sus personajes escapan de las páginas y los olores de sus escenas nos llegan sin dificultad. Cuantos más detalles añada el escritor a la creación de su ficción, más potente será la resonancia con el mundo que se forma en la imaginación del lector. Los detalles empoderan el boceto. Conociendo las reglas para jugar al quidditch, la vida en Hogwarts es más real. Un recurso que añade más resolución a la imagen del mundo creado es el uso de adjetivos que puedan describir las percepciones sensoriales y activar así las regiones cerebrales oportunas tal y como lo hacen los conceptos reales. Cuando leemos la palabra café se activan las regiones cerebrales relacionadas con el gusto, el olfato y la vista. Saboreamos, olemos y vemos el café. Y no sólo eso, rescatamos de nuestra memoria recuerdos, conceptos aprendidos y asociaciones impredecibles relacionadas con el café. Creemos que nuestra percepción es directa y objetiva pero nuestra experiencia nunca lo es. Las historias que «dejan poso» también nos hacen conectar lo que vamos leyendo o escuchando con conocimientos previos. Asociamos, construimos vínculos y aprendemos. Además, comenzamos a modelar ideas tan pronto como leemos unas palabras. No esperamos hasta llegar al final de la frase. Esto significa que el orden en que los escritores colocan sus frases es fundamental. La escena se va configurando en nuestros cerebros mientras vamos leyendo y así, experimentamos mentalmente la escena en la secuencia correcta, en un proceso lineal. Los escritores están generando películas neuronales en la mente de sus lectores y por eso privilegian el orden de las palabras y frases, porque es la mirada que al mismo tiempo que mira, crea.
Otro punto importante para apostar por una buena narración es contar con que los humanos somos muy curiosos con la vida de los demás. Nuestros cerebros están diseñados para cooperar y comprender el cerebro del otro. Nos interesa conocer, anticipar y a veces, manipular, el pensamiento de la persona que tenemos al lado o enfrente. Hemos ido perfeccionando esta capacidad y así esta «fuerte aceleración» de la selección para rasgos sociales, escribe el psicólogo del desarrollo Bruce Hood (2014) , nos ha dejado con cerebros que están «exquisitamente diseñados para interactuar con otros cerebros». Como espectadores de una buena historia usamos nuestra teoría de la mente para imaginarnos las intenciones de los personajes y hacemos el juego más maravilloso de la Literatura: dar vida a personajes que nunca existieron. Peter Pan y Sancho Panza, Huckleberry Finn y Lázaro de Tormes. Sus historias, sus vidas, sus formas de pensar y de actuar van cambiando la estructura de nuestro cerebro, desarrollan su plasticidad y reordenan y refuerzan algunos circuitos neuronales. Intentamos comprender y controlar el mundo real y con la experiencia de la lectura, el modelo que nuestro cerebro hace del mundo literario sigue el mismo proceso de comprensión y control. Tenemos la capacidad de imaginar lo que otros están pensando, sintiendo y tramando, incluso cuando no están presentes. Podemos experimentar el mundo desde la perspectiva de otro, de Alicia en su maravilloso país y del Capitán Ahab, de Gregor Samsa y de Calpurnia Tate. Esta habilidad nos permite vivir otras vidas y aprender desde esas vivencias. Un buen narrador se coloca en la piel del lector pero también mete al lector en la piel de los personajes. Y, a su vez, los grandes narradores configuran en el cerebro de sus personajes los pensamientos de otros personajes. Igual que nosotros nos podemos equivocar al suponer la manera de actuar, sentir y pensar de otro, un personaje puede equivocarse al imaginar lo que piensa otro ser imaginario. En estos errores se basan también las grandes historias, en el malentendido, en Odiseo haciendo creer a Polifemo que su nombre es Nadie.
Con todo, si una buena historia activa en nosotros tantas áreas cerebrales, conecta tantos conceptos entre sí, aviva tantos recuerdos y reconfigura nuestras redes neuronales, ¿por qué no utilizar estas historias para aprender?, ¿por qué no usar una buena narración para educar, reflexionar, cambiar de perspectiva, modificar nuestro cerebro?, si una historia nos sirve para sumar una experiencia que nunca vivimos a las que sí hemos experimentado, sumémoslas a nuestro arsenal educativo. A cualquier edad nos podemos plantear una reestructuración que refresque nuestras sinapsis, escuchar o leer una historia que nos haga pensar, que deje flecos para seguir aprendiendo, que inunde de dopamina y cortisol nuestro sistema límbico, que nos dé placer al mismo tiempo que nos da conocimiento.
Las buenas historias aprovechan la gran plasticidad de nuestro cerebro hasta configurarlo de una manera diferente. Este cambio es la clave para aprender. Aprendemos cuando modificamos nuestra manera de pensar, de sentir y de actuar. Aprender es eso: pasar de un estado a otro, cambiar nuestro cerebro. Además, desde un punto de vista educativo, para aprender tenemos que querer, aprender no es un verbo que admita imperativo. Podemos, eso sí, promover las ganas de saber con buenas historias.
Nuestro cerebro se va modificando mientras avanzamos en una buena lectura o una buena charla, la idea que el maestro quiere hacernos llegar se mezcla con nuestras propias ideas y aprendemos. Somos mejores después de reflexionar sobre aquello que nos quiso mostrar un buen narrador, un magnífico contador de historias, un buen profesor. Escuchando buenas historias y leyendo buenas narraciones transformamos información en conocimiento. Y somos más críticos, más asertivos, más empáticos, esculpiendo nuestra identidad firmemente pero con la humildad del que sigue aprendiendo. Los niños aprenden cómo es la realidad a través de cuentos y también, a través de ellos, les transmitimos valores y principios, como en esa frase maravillosa de Chesterton «No hablamos a nuestros hijos de dragones porque existan, sino para que sepan que se les puede vencer».
Hay historias excelentes que alivian nuestra inseguridad porque nos sentimos apoyados por el autor que expresa con palabras nuestros sentimientos, otras lecturas arrancan prejuicios de nuestro corazón, otras alientan nuestra curiosidad, nos hacen empáticos y solidarios, en definitiva, nos hacen mejores personas. Las buenas historias crean mundos y hacen de éste un lugar mejor.

Referencias:
  • Hood B (2014) The Domesticated Brain. Londres: Pelican.
  • Loewenstein G (1994) The Psychology of Curiosity: A Review and Reinterpretation. Psychological Bulletin 116(1): 75–98
  • Storr W (2019) The Science of Storytelling. Londres: William Collins.
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