Publicado en Cuadernos de Pedagogía 518, marzo 2021
La polémica sobre la religión en la escuela suele partir del error de no distinguir dos funciones de la institución: enseñanza y cuidado. La religión no debe ser parte de la primera, pero es perfectamente aceptable como parte de la segunda
Si el lector se cuenta entre quienes solo quieren saber del autor, o de cualquier otro interlocutor, de qué lado está, si es o no de los suyos (supuesto que no le pase lo que a aquel político que, según una anécdota apócrifas, se declaraba a la espera de los nuestros pero confesaba no saber quiénes eran), puede considerarse servido con el título de este texto, que es el resumen de sus conclusiones, y pasar a otra cosa. Bien es verdad que un sí pero no, lo mismo que un no pero sí, siempre es más difícil de clasificar que el no es no, el sólo sí es sí y otras redundancias al uso.
Ningún país puede escapar fácilmente a su historia y tampoco el nuestro. En el imaginario laicista existe una inmensa mayoría de países en los que la escuela es fundamentalmente pública y laica, con Francia a la cabeza, y una excepción notoria, al menos en el entorno europeo, democrático, de la OCDE, del hemisferio norte, etc., que es España, lo cual se debería a nuestro secular atraso, parte del cual sería la debilidad del Estado en el proceso de generalización de la escolaridad, al fuerte peso de la Iglesia católica y su alianza con la dictadura de 1936-1976, y a la inacabada transición política a la democracia. Algo o bastante de todo eso hay, pero lo cierto es que está muy lejos de agotar la explicación y que ofrece una visión unilateral, insuficiente, tanto de lo propio y como de lo ajeno.
Hay que recordar que el catolicismo es esa parte del cristianismo que se mantuvo fiel al Papado, mientras que las denominaciones protestantes, en general, crecieron en sinergia con las monarquías ya existentes y los principados que trataban de independizarse del Imperio. A riesgo de una generalización abusiva, cabe decir que la mayoría de las nuevas iglesias nacieron ya como iglesias nacionales, alineadas con el Estado y a menudo financiadas por éste, lo que, a la larga, hizo más fácil que sus escuelas se convirtiesen en escuelas públicas de titularidad municipal o estatal. No es casual que, con la excepción de Lutero (que recomendó fervientemente a las autoridades municipales crear y mantener escuelas cristianas), prácticamente todos los principales líderes de la Reforma protestante fuesen educadores, pedagogos y organizadores escolares: Zwinglio, Melanchton, Calvino, Knox, Ratke, Brinsley, Comenio, Milton, Dury, etc. Aunque el laicista poco informado lo ignore, los reyes son todavía cabeza de la Iglesia en el Reino Unido, Suecia o Andorra y lo fueron hasta hace nada en Noruega y los Países Bajos; estados confesionales son, además, Irlanda, Grecia, Georgia, Malta, Islandia, Armenia, Liechtenstein y Mónaco
Por el contrario, la entrada masiva de la Iglesia y las congregaciones católicas en la educación fue parte de la Contrarreforma, primero enfocada a la nobleza y la burrguesía (los jesuitas, desde mediados del siglo XVI) y después a las clases populares (escolapios desde finales del XVI, lasalleanos desde mitad del XVII, salesianos desde mitad del XIX, etc.). En España se vio reforzada, efectivamente, por la debilidad del Estado, la opción confesional de las Cortes de Cádiz y los liberales del XIX, la inanidad de esa Ley Moyano que indicaba dónde habría escuelas pero no cómo financiarlas, las sucesivas oleadas de congregaciones desplazadas desde otros países europeos menos acogedores, el fracaso de la I y la II Repúblicas y, sin la menor duda, por la alianza de la jerarquía eclesiástica con el régimen de Franco (sin olvidar que la misma institución parió algo no menos abyecto, ETA, pero también movimientos de otro cariz como las comunidades de base, numerosas organizaciones de corte obrero, cooperativas varias y hasta la teología de la liberación). Pero se comprende que el mejor cronista de la nación, Pérez Galdós, llegara a comparar esa pequeña invasión de principios del siglo XX con una nube de langosta (1912: XXIII). Sorprende, no obstante, hasta qué punto se ignora, o se prefiere ignorar, que el diseño de la escuela actual, de su arquitectura organizativa básica (la simultaneidad, la gradación, la lección, el aula, el libro de texto, el maestro normalista) fue esencialmente obra de las órdenes religiosas, sólo después asumido, de manera acrítica, por la escuela pública.