Van dos; no sé si, llegada la tercera, aguantaré sin levantarme en medio de la función teatral y marchar.
Hace poco llevé a los niños al teatro y, al igual que está sucediendo con mucha frecuencia, la obra era de ínfima calidad y, por encima, aburridísima. Supuestamente, estaba dirigida al público infantil y venía abalada con un sinfín de muy buenas críticas. Pero ni era infantil, ni era buena.
No voy a hablar aquí de la intromisión de no conocedores de los gustos infantiles en este terreno, ya de por sí complejo. No voy a hablar de la falta de criterio de los programadores culturales de los ayuntamientos, que se dejan enredar por la reseña de la obra y por los contenidos didácticos que abordan. No voy a hablar de la necesidad de llenar con lo que sea todas las salas y "contenedores" culturales que tenemos en la comunidad. No voy a hablar de la política indiscriminada de subvenciones a proyectos teatrales que mejor sería que quedaran en eso, en proyectos. No voy a hablar de la escasez de fondos que obliga a contratar lo que sea al menor coste. No voy a hablar de la red en la que se mueven muchas acciones culturales, en la que hay que contratar un "paquete" en el que va algo de todo. No voy a hablar de la falta de rigurosidad de los críticos y de los medios de comunicación que no soy más que cronistas de actualidad sin pararse a analizar su capital cultural. No voy a hablar de esa "pomada" en la que se envuelven, críticos, autores, promotores, programadores, directores y otros, en la que parece prevalecer la consigna de "esta va por ti y por la próxima por mí". No voy a hablar del perjuicio que esta mediocridad le está ocasionando a las buenas compañías, a los buenos actores y al buen teatro.
No, en esta ocasión voy a hablar del "rapto de la ilusión" de los niños y de las niñas. Algo grave y de gran importancia.
Cuando desde la escuela promovemos a la asistencia a una representación teatral siempre es acogida como una fiesta; el teatro en estas edades es sentido como un divertimento -la salida de la rutina diaria también contribuye. La cosa cambia un poco cuando hablamos de llevar a hijos, sobrinos, amigos o allegados en un fin de semana y cuando eso supone prescindir de otras actividades también divertidas; algo que se va haciendo más difícil a medida que cumplen años. Pero cuando por fin conseguimos convencerlos de abandonar sus juegos para ir al teatro, cuando pagamos las entradas, cuando nos sentamos en las butacas, lo que esperamos es que el teatro infantil cumpla su función básica y primordial: divertir, hacer reír, identificarse con los personajes, meterse en la piel de ellos y sentir con ellos. Punto. Ni más ni menos. No nos vale que el director, el autor, la compañía o la obra sea muy reconocida si no nos hace reír. Puede parecer una banalización de la función del teatro, pero con niños y niñas de corta edad sólo tiene que conseguir eso tan difícil que es hacerlos reír a carcajadas, o gritar avisando a los personajes de potenciales peligros, o repetir sus canciones o coletillas. Ya habrá tiempo para descubrir las otras posibilidades de la representación dramática.
Pero créanme, cuando los niños se remueven inquietos, cuando dicen en repetidas ocasiones "Me aburro", cuando preguntan "¿Cuánto falta para que se acabe?" cuando no hay risas ..., es que algo va mal. Los adultos, que somos gente educada, no cometemos la "descortesía" de verbalizalo; pese a que sintamos vergüenza ajena, sufrimos, aguantamos, ocupamos la cabeza con otras cosas y al terminar aplaudimos. Los niños no, ya se ponen de pie para salir porque entienden que terminó la tortura. Y la próxima vez se negarán en redondo a volver al teatro reprochándonos lo mala que fue la última experiencia.
Esto es lo que conseguiremos de seguir por el camino que vamos: que los niños y niñas no quieran saber nada del teatro. Y eso señores, no es bueno ni para los niños, ni para el teatro ni para la cultura. Por ello, les pediría a todos aquellos que tienen responsabilidades en el tema, que si se quieren dedicar al público infantil, sepan que no es un público fácil; que no precisan de llenar las obras de diminutivos y de personajes ridículos; que no hace falla que todos sean políticamente correctos; que no precisamos obras con comprometidos zorros gallegos de pelaje sintético que reciclan los huesos de las gallinas autóctonas que comen, que a su vez fueron alimentadas ecológicamente respetando la flora en peligro de extinción ...; que tampoco necesitan que las obras estén en clave de adulto o que hagan crítica social al estilo del pasado; que no tienen que ser ramplonas ni caer en la chabacanería; que tampoco tienen que ser didácticas e ir acompañadas de una propuesta educativa, que para eso está la escuela, y el teatro es otra cosa bien diferente. Y si alguien que les dice que eso que hacen es muy bueno, de una gran contribución a la cultura, tengan la completa seguridad de que esa persona no es ni amante del teatro, ni de la cultura ni de los niños.
En definitiva ..., les digo lo mismo que a los que se dedican a la literatura, a la música o al cine infantil: déjense de memeces, y si saben hacer soñar a los pequeños, dedíquense a eso, de lo contrario, respeten a la infancia y dejen que jueguen, que les sentará mejor; a los niños y a la cultura.