UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 13 May 2020 10:31 AM PDT
Marta Bueno y José R. Alonso
Todos sufriremos, de media, unas dos o tres desgracias a lo largo de nuestra vida y tenemos dos opciones: hundirnos o salir a flote. La muerte de un ser querido, quedarse en el paro, el diagnóstico de una enfermedad crónica, una discapacidad sobrevenida, son algunas de las decenas de situaciones y circunstancias de las que nos gustaría decir: ¡eso a mí no me ocurrirá! Sin embargo, los seres humanos somos vulnerables y corremos riesgos simplemente por vivir, por levantarnos cada mañana, incluso cuando lo hacemos en un entorno seguro. La incertidumbre nos asusta y nos preguntamos si remontaremos tras un golpe que de forma dramática altere nuestra rutina. No obstante, contamos con un cerebro potente capaz de aceptar los cambios y adaptarse a nuevas condiciones tanto personales como del entorno. La palabra resiliencia, del latín resilire, significa comprimirse al máximo y volver a saltar, rebotar después de una gran presión. ¿Verdad que hemos oído, o dicho, eso de tocar fondo? Hay situaciones que nos hacen tanto daño, nos aplastan hasta tales extremos que pensamos que jamás volveremos a ver la luz y que así no merece la pena seguir viviendo. Según la Neurociencia, la resiliencia es la capacidad del cerebro para afrontar una situación adversa, superarla y salir fortalecido. Implica mecanismos neuronales que proporcionan herramientas cognitivas y emocionales con las que aprender a vivir en las nuevas circunstancias. Según investigaciones recientes, las áreas del cerebro implicadas en el afrontamiento positivo de un evento adverso e irreversible incluyen redes neuronales implicadas en el cerebro social, es decir, en las regiones que se activan en las relaciones con los otros. En concreto, la corteza cingulada y las regiones límbicas, incluidas la amígdala y el cuerpo estriado ventral, que desempeñan un papel clave en el comportamiento social. No es extraño, por tanto, que la superación de un infortunio esté estrechamente relacionada con disponer de redes sociales de apoyo, aunque también influyen rasgos individuales positivos como un buen afrontamiento, la autoestima y el optimismo. Una revisión de 200 artículos llevada a cabo por investigadoras de la Universidad de Heidelberg (Holz et al., 2020) concluye que en un entorno social empobrecido, en ausencia de vínculos afectivos y con entornos sin apegos ni cuidados, el desarrollo de las áreas cerebrales involucradas en la resiliencia es deficitario. Los niños con infancias duras, con cuidadores negligentes, tienen menor actividad en la corteza prefrontal, área que juega un papel importante en la respuesta al estrés y que influye en la vulnerabilidad y la resistencia a sucesos traumáticos. Los efectos nocivos de la pobreza en el desarrollo infantil están sobradamente estudiados en investigaciones de carácter psicosocial y se identifica como uno de los factores de riesgo más poderosos para un neurodesarrollo con deficiencias funcionales. Los niños expuestos a la pobreza tienen peores resultados cognitivos y menor rendimiento escolar, y tienen una mayor probabilidad de presentar conductas antisociales y trastornos mentales (Luby et al., 2013). Sin embargo, a pesar de estos resultados preocupantes hay pocos datos neurobiológicos que muestren el mecanismo de estas relaciones. Más de 1 de cada 5 niños viven ahora por debajo de la línea de pobreza en muchos países desarrollados. Además, la pobreza se asocia a un mayor riesgo de falta de afectos y menor apoyo social que, cuando existen, son factores de protección frente a las secuelas de hechos negativos. Un equipo de investigadores (Holz et al., 2014) utilizó resonancia magnética para observar áreas neuronales en niños expuestos a un ambiente negativo y confirmó una reducción de volumen en la corteza orbitofrontal y un aumento de los desórdenes de conducta a lo largo de la vida. La privación social asociada a la pobreza también causa una menor actividad en el circuito de recompensa durante la anticipación del efecto gratificante y una actividad mayor que en la media cuando llega el efecto-recompensa. En contraposición, el cerebro resiliente cuenta con un mayor volumen en el estriado ventral y en la corteza prefrontal, una reactividad sensible en regiones relacionadas con el circuito neuronal de recompensa, la capacidad de regular negativamente la amígdala controlando el miedo y una actividad adaptativa en la corteza prefrontal relacionada con el estrés. Esto permite que el cerebro funcione de manera más eficiente frente a la adversidad y, por lo tanto, mantenga el control emocional y conductual para hacer frente activamente a situaciones de impacto negativo. En resumen, una carencia de afecto y apoyo social en la infancia perjudica el desarrollo de áreas neuronales implicadas en mecanismos de superación de las dificultades y esto conlleva ser más vulnerables frente a eventos negativos. Contando con la asombrosa plasticidad del cerebro sabemos que es posible aprender recursos para atenuar los impactos de experiencias traumáticas y revertir conductas de abandono y pasividad ante los mayores embates de la vida. Un pensamiento de negación y no aceptar un cambio evidente irreversible o esperar a que las nuevas condiciones se solucionen por sí solas o sean otros los que lo hagan, no favorece la resiliencia. La actitud de no querer afrontar las dificultades nos debe hacer reflexionar sobre la educación de nuestros hijos o alumnos a los que protegemos de frustraciones evitándoles tropiezos. Frente a un fracaso, el reto de intentarlo de nuevo nos vuelve creativos, buscamos otras soluciones y almacenamos en la memoria las herramientas que nos funcionaron para resolver alguna parte del problema. Probamos y aprendemos, tomamos decisiones y nos hacemos responsables de las consecuencias, igual que inculcamos valores y herramientas a nuestros niños y jóvenes. Podemos enunciar pautas que, aunque por desgracia no cambian el hecho mismo de un suceso indeseable, sí pueden ayudar a mejorar la actitud ante las adversidades:
Referencias
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