sábado, 10 de noviembre de 2018

Birria



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Birria

por José R. Alonso
Terminé el trabajo, la escala tapatía de mi ruta anual por México y Centroamérica. Vender tractores no es sencillo en ningún país pero si nuestros colores corporativos son los mismos que los del partido comunista local no es fácil que los terratenientes se entusiasmen con ellos. No sé porqué piensan mis jefes que un español lo tiene más fácil: fuera de hablar el idioma, me siento un extraterrestre ignorante entre gentes orgullosas y susceptibles. Tras cerrar los tratos, los distribuidores locales me dijeron que no podía irme sin probar la birria y las tortas ahogadas de Jalisco. Decliné su amable invitación, sabía bien cómo y dónde terminan estas celebraciones y después de tres horas mostrando catálogos de cosechadoras y arados y sonriendo sin parar, me vuelvo un insociable y tan solo pido que me dejen comer solo y en paz, en algún antro con alma.
Hice todo lo que no hay que hacer, me fui sin decir a dónde iba y paré un taxi por la calle, un viejo Ford de color amarillo con unos asientos de escay con grietas a cuchillo por donde se escapaba la gomaespuma. Le pregunté al chófer si sabía dónde se podía comer buena birria y me dijo que había un restaurante que el dueño había ido a la Nunciatura cuando vino el cardenal a preparárselo. No podía haber mejor recomendación aunque pensé que lo más probable es que fuera el negocio de algún primo. Le dije que ok y el taxi partió veloz con ruidos de correas, llantas y engranajes lacerados. Empecé a pensar que había cometido una seria equivocación, íbamos por unas calles cada vez más parecidas a un paisaje lunar, los signos de urbanización eran menos y menos, los giros inverosímiles y la gente nos miraba en las esquinas como si nunca hubiese visto un taxi o, quizá, como se observa a un cortejo fúnebre. Pensé si podría avisar a alguien pero ¿qué le iba a decir? ¿Estoy en un taxi del que no sé la matrícula en unas calles donde no pone el nombre y llevo encima mil quinientos dólares porque se me olvidó dejar el dinero en la caja del hotel?  Imaginé qué dirían mis hermanos si les dejaba un cadáver tan lejos de casa. Nos cruzamos con dos catrinas cogidas del brazo, dos orondas damas con cincuenta años bien vividos disfrazadas de muertes. Fue una cierta desilusión, las fotos que mostraba el hotel de aquella tradición reciente siempre mostraban versiones locales de miss México con trajes diseñados por Frida Kahlo. Aquellas eran dos marujas con maquillaje comprado en el chino de la esquina y una ropa de cuando tenían diecisiete años y treinta kilos menos. El conductor masculló una maldición contra ellas y mirándome por el retrovisor me dijo en mal tono, «a los muertos se les respeta y se les quiere, que para eso son de la familia». No parecía muy desencaminado pero intenté templar gaitas, a eso me dedico al fin y al cabo, «pero ustedes festejan a la muerte como nadie». Me contestó aún más serio «Esas mamarrachas solo buscan una excusa para trasegar tequila. No señor, no se equivoque, nosotros festejamos a los seres queridos, ayer a los niños y hoy a los mayores porque también en las casas primero comen ellos y luego los grandes y ya está, recibimos a un familiar  al que hace un tiempo que no vemos. Eso es todo». «Pero están muertos» musité intentándome quedar con un trozo de razón, como un náufrago agarrado a un tablón. «Quién sabe quién está muerto y quién no, señor, cada vez es más difícil distinguirlos». Volví a pensar en el solar donde probablemente aparecieran mis restos y donde le tocaría a alguno de mis hermanos acompañar a un forense desastrado. Estaba repasando qué hermano vendría y qué señas podría usar para tener una identificación fiable, cuando el conductor paró bruscamente frente a un restaurante cuyo cartel anunciaba Birriería El Chololo sabor Original. Le di las gracias al conductor y pensé que no podía volver a jugar a la ruleta rusa metiéndome de nuevo en un taxi desconocido. «Señor, le dije, ¿por qué no me acompaña en la comida y luego me devuelve al hotel, encantado de invitarle y no comer solo». Pareció ligeramente sorprendido y me dijo «se lo agradezco mucho pero me espera la familia para comer. Dígale al mesero que le llame a un taxi de confianza y no tendrá nada que temer». Me puse colorado y, encima, al sacar la cartera para pagarle se veía un taco asombroso de billetes verdes y gringos. Pensé «eres imbécil». Entré en el restaurante y era de los que a mí me gustan, limpieza la justa; los parroquianos, del barrio, y una decoración que no había caído todavía en las modernas cuatro plagas: azulejos industriales, aluminio, focos halógenos y tragaperras. Me senté, me pusieron la carta delante y pedí una cerveza bien fría, cualquiera menos Corona. Eso me hizo ganar un punto de respeto. Fui al baño para quitarme de los dedos el tacto del escay donde los del CSI y su lámpara de ultravioletas hallarían seguro manchas increíbles. Me paré a leer unos recortes amarillentos enmarcados con un listón dorado. Era verdad, en uno de ellos se veía al dueño, con su mejor traje de camarero, blanco inmaculado, sirviendo a un prelado orondo y sonriente y al cardenal. En otro periódico el prelado había sido víctima involuntaria de una balacera en el aeropuerto de Tijuana, pero es que la mala suerte pasa, sobre todo si vas con malas compañías. Un poco más allá había un altarcito, flores en botellas de coca-cola, un par de platos curiosamente humeantes y una foto del difunto. La foto le mostraba con el mismo Ford amarillo en el que me había traído, solo que nuevo y reluciente y el algo más joven. Ya decía yo que esto debía ser el negocio de algún familiar.
José R. Alonso | 05/11/2018 en 1:23 pm | Categorías: Uncategorized | URL: https://wp.me/s99pSm-birria
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