UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 11 Jan 2020 04:01 AM PST
Marta Bueno y José R. Alonso
Tenemos una memoria más breve incluso que la memoria de trabajo: la memoria sensorial. Es mucho más efímera que la memoria de Dory, la pequeña amiga azul de Nemo, que se ha convertido ya en un referente para los recuerdos de corta duración. Aun así, si lo que percibimos con alguno de nuestros sentidos nos parece interesante y valioso para ser guardado, lo procesamos y lo almacenamos en una memoria un poco más duradera. Esta memoria de los sentidos a tan corto plazo la podemos definir como la capacidad para retener impresiones de información sensorial después de que los estímulos originales hayan desaparecido. Recordamos durante un breve período de tiempo lo que percibimos con la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. Lo guardamos con mucha precisión pero muy brevemente, en el margen de 200 a 500 milisegundos (entre 1/5 y 1/2 segundo) después de la percepción del estímulo, y siempre menos de un segundo (aunque ahora se cree que la memoria ecoica, la que se activa al escuchar un sonido, dura un poco más, entre tres y cuatro segundos). De hecho, la memoria sensorial dura tan poco tiempo que a menudo se considera parte del proceso de percepción. Sin embargo, esta memoria representa un paso esencial para almacenar información en estancias de nuestro cerebro más persistentes. En los años 1960, George Sperling realizó una serie de experimentos sobre la memoria sensorial (Sperling, 1960). En uno de ellos, a los participantes se les mostraban en un monitor tres filas de cuatro letras cada una durante 1/20 segundos, e inmediatamente después de que se apagara la pantalla, los participantes escuchaban un sonido de tono alto, medio o bajo. Si el tono era agudo, debían repetir la fila superior, si el tono era medio se les requería la fila central y si era grave, debían repetir la fila inferior. Sperling descubrió que los participantes podían recordar las letras siempre que el tono sonara dentro del margen de un tercio de segundo después de la visualización. Cuando el intervalo se alargaba más de un tercio de segundo, el recuerdo de las letras disminuía significativamente. Si sonaba después de un segundo del apagado de la pantalla era imposible recordar nada. Sperling calculó así el intervalo de tiempo en que es efectiva la memoria visual antes de desvanecerse. Este almacenaje en la memoria sensorial no requiere atención consciente y, de hecho, generalmente se considera que está totalmente fuera de nuestro control. El cerebro está diseñado para procesar prioritariamente información que será útil en una fecha posterior, y para permitir que el resto pase desapercibido. Por eso, a medida que nos llegan estímulos del entorno que nos rodea, se almacenan en la memoria sensorial de manera automática e inconsciente y de la misma manera, se vacían de nuevo de forma sistemática. Esta memoria de los sentidos no puede fortalecerse a través del ensayo ni con la práctica voluntaria aunque queramos con todas nuestras fuerzas rememorar una caricia de ensueño que en su momento no transferimos a un lugar más duradero. Aunque no debemos preocuparnos, ya que si mereció la pena de verdad seguro que la guardamos bien. En su libro Our Senses: an immersive experience (2018), Rob DeSalle nos cuenta los avances de la neurociencia en cuanto a la naturaleza y evolución de nuestros sentidos. Sabemos que no se limitan a los cinco aristotélicos sino que contamos con 33 sentidos analizados y algunos «observados» con técnicas de neuroimagen. Estos sentidos actúan de manera coordinada para que el cerebro elabore una representación del mundo que nos rodea, de nosotros mismos y del lugar que ocupamos en él. Entre los añadidos a los cinco clásicos podemos nombrar el sentido del dolor o nocicepción, la percepción de frío y calor o termocepción, el que percibe la presión y el peso, el sentido del tiempo o cronocepción o el del hambre, entre otros. Todos son el resultado de una adaptación evolutiva de nuestro sistema nervioso a las condiciones ambientales. No obstante, nos centraremos en nuestros cinco básicos para utilizarlos de manera sencilla en tareas de estudio. Cuando los estímulos son visuales hablamos de memoria icónica, cuando son auditivos, de memoria ecoica y cuando la percepción es táctil se habla de memoria háptica. El gusto y el olor son algo más especiales. Este último está más relacionado con la memoria que los otros sentidos ya que el bulbo olfatorio y la corteza olfatoria, donde se procesan las sensaciones olfativas, están funcionalmente muy cerca del hipocampo y la amígdala, separadas por solo dos o tres sinapsis. El hipocampo y la amígdala están implicados en los procesos de memoria, lo que hace que los olores puedan asociarse más rápida e intensamente con los recuerdos y las emociones. Además, son recuerdos que se mantienen por mucho tiempo, tienen un enorme poder evocador y ese olor a lavanda o a jabón Lagarto nos devuelve de nuevo a la casa de la abuela y los montones de ropa limpia. La información de la memoria sensorial se fija como recuerdo a través de un proceso de atención y selección; es decir, cuando nos concentramos de manera específica en un aspecto del entorno mientras ignoramos otras cosas, este proceso filtra los estímulos para retener sólo los que nos parecen interesantes. Human perception infographic scheme. Five senses (sight, smell, hearing, touch, taste) as represented by organs, surrounding brain. Line icon set, vector illustration. Con todo, ¿podemos usar estos cinco sentidos para hacer más efectivo el estudio? Si sacamos partido a las percepciones sensoriales en la tarea de estudiar, si utilizamos estímulos adecuados que nos ayuden a aprender, contaremos con una herramienta más para mejorar el proceso. No nos referimos a comer dulces durante el estudio, ni a poner música o no ponerla, ni a iluminar la habitación con luz artificial o natural, ni a leer en pantalla o en papel. Tampoco queremos animar a mantener el cuarto con un olor permanente a canela o a pachuli según la asignatura. Simplemente, los sentidos están ahí y la neurociencia tiene algo que decir sobre ellos y su incidencia en el proceso cognitivo. Ya hemos visto que el sentido del olfato está estrechamente relacionado con la memoria. De hecho, este sentido puede ser el más potente de todos para recuperar información. Ciertos aromas tienen una capacidad excepcional para desencadenar recuerdos vívidos. Esto se conoce como «efecto Proust» y hace alusión al pasaje inicial del libro Por el camino de Swann en el que el protagonista rememora su pasado tras oler una magdalena sumergida en la taza de té. Al estudiar podemos utilizar la memoria olfativa en nuestro beneficio. Por ejemplo, si usamos un perfume original, nuevo para nosotros, mientras estudiamos y lo volvemos a utilizar justo antes del examen, se activará la memoria que evoca el contenido de lo estudiado. Por esto el olor debe ser diferente a cualquier otro y recordarnos sólo el contenido del examen. De la misma manera que el olfato, el gusto también activa recuerdos. Está demostrado que los recuerdos gustativos tienden a ser los recuerdos asociativos más fuertes que podemos hacer. ¿Por qué es así? Un estudio realizado entre la Universidad de Haifa y el Instituto Riken de Japón (Chinnakkaruppan et al., 2014) descubrió que existe un vínculo funcional entre la región del cerebro responsable de la memoria del gusto, nuestra corteza insular, el área responsable de codificar el sabor y el área a la que va a parar la experiencia de este estímulo. En otras palabras, igual que el olfato, el gusto evoca recuerdos a través de nuestro hipocampo, el área del cerebro responsable de recuperar vivencias. Si aplicamos este sentido al estudio podemos saborear un caramelo con un gusto novedoso, extraño y diferente, para asociarlo sólo al contenido de los apuntes, mientras asimilamos información y después no debemos olvidar esa rareza de caramelo en el examen. Sin estudiar antes con ánimo, no hay nada que hacer, pero el sabor y la textura tienen cierto poder para desencadenar recuerdos de lo aprendido. Vamos con la memoria ecoica; si lo que escuchamos es de nuestro interés, lo almacenado brevemente en la memoria sensorial pasa a la memoria de trabajo. Allí podemos administrar temporalmente la información requerida para llevar a cabo tareas cognitivas complejas como el aprendizaje, el razonamiento y la comprensión. Por lo tanto, si escuchamos algo que queremos utilizar en un futuro, este sentido es de gran ayuda. Entonces, podemos reproducir por audio el contenido que queremos aprender. Por otro lado, si consideramos la influencia de la música en el estudio, no encontraremos evidencias que demuestren sus beneficios o sus peligros en el proceso cognitivo. Sin embargo, lo que sí sabemos es que escuchar música cambia nuestro estado de ánimo, induce la producción de dopamina, el neurotransmisor que promueve sentimientos de felicidad, emociones positivas y bienestar. Esto nos puede hacer ver el tiempo de estudio de otra manera disminuyendo la ansiedad frente a los apuntes. Según la investigación realizada por Alice Isen, psicóloga estadounidense y profesora de psicología y marketing en la Universidad de Cornell, a medida que nuestro estado de ánimo mejora, también lo hace nuestra capacidad para resolver problemas, aprender y ser creativos. Podría parecer que la cuestión del tacto está más alejada de las herramientas de estudio. Sin embargo, existe una fuerte correlación entre nuestro sentido del tacto y nuestra capacidad de concentración. Pequeños ejercicios físicos repetitivos pueden aumentar los niveles de neurotransmisores necesarios para la atención, por ejemplo, «estrujar» una pelota antiestrés o dar vueltas al lápiz, o incluso garabatear al margen del texto. Estos estímulos activan la memoria háptica y nos ayudan a focalizar el interés. Finalmente, consideremos el sentido de la vista; nuestro cerebro es en gran medida un procesador de imágenes, ya que el noventa por ciento de la información que recibimos del exterior es visual. Estos estímulos ponen en marcha esta memoria sensorial. Además, actualmente dedicamos mucho tiempo a las pantallas y estamos saturados de imágenes e incluso de texto si estudiamos en este formato. Para recuperar la frescura en el impacto visual y recoger información con este sentido es importante hacer descansos. Una buena manera es aplicar la regla 20-20-20 que supone un descanso de 20 segundos sin mirar la pantalla cada 20 minutos mirando a un punto situado a 20 metros de distancia, es decir, perder la mirada en el horizonte. Esto permite que los músculos de los ojos se relajen y que desaparezca la fatiga ocular y la sobrecarga sensorial. Con todo esto, tenemos a los cinco sentidos implicados en los momentos de estudio y puede resultar beneficioso ser conscientes de ellos. En esto de la conciencia entra en juego otro de los 33-34 sentidos identificados por diferentes autores: el sentido de la identidad. Éste percibe quiénes somos y como representamos el mundo que nos rodea, como procesamos los estímulos y cómo actuamos ante ellos. Desde ahí, ponemos el foco en nuestros cinco canales receptores clásicos y, como hemos indicado, los utilizamos en nuestro favor para optimizar la grata tarea de aprender. Referencias
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