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UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 09 May 2019 12:24 AM PDT
Marta Bueno y José R. Alonso
La economía fomenta la creencia de que a mayor riqueza, más larga será nuestra vida. En 1975 Samuel Preston publicó su famosa curva donde ponía de manifiesto una relación estrecha entre estos dos parámetros (Preston 1975). A ninguno se nos escapa que unos mayores ingresos equivalen a más recursos para invertir en salud, en calidad y cantidad de vida. Sin embargo, estudios recientes han puesto de manifiesto que existe una correlación aún más importante entre nivel educativo y esperanza de vida. El propio Preston vio que a lo largo del siglo XX la esperanza de vida se había incrementado en todos los países, independientemente de su renta per cápita. Entre las causas de la mejoría citó la tecnología, las vacunas, los servicios públicos de salud, las terapias de rehidratación oral, una mejor nutrición y, sobre todo, la educación. Investigaciones recientes (Jasilionis et al. 2016; Lutz y Kebede 2018) confirman que la asociación estadística entre educación y longevidad es mayor que la correlación existente entre renta per cápita y longevidad. Es tentador asociar logros académicos y un nivel socioeconómico más alto y por lo tanto un acceso privilegiado a los mejores cuidados médicos, pero aquí no nos extenderemos en cuestiones de causalidad funcional y nos centraremos en los análisis que comparan datos de permanencia en las aulas y esperanza de vida. Una de estas investigaciones fue la llevada a cabo por Lutz y Kebede (2018) en 174 países durante el periodo comprendido entre 1970 y 2010. Se recogieron datos de años de escolaridad y datos de mortalidad a nivel nacional y se comprobó que la correlación era más significativa entre los niveles educativos promedios y la esperanza de vida que entre la renta per cápita del país y las expectativas de longevidad. Así podemos decir que la educación es un factor muy eficaz no sólo para predecir la esperanza de vida de un grupo sino para modificar positivamente la mortalidad de ese grupo de individuos. La reducción de alguna causa de mortalidad genera un fuerte incremento en la esperanza de vida y en los países en vías de desarrollo es llamativo el potente aumento de la longevidad media que se da tras conseguir disminuir la mortalidad infantil. Al estudiar la mortalidad en niños menores de cinco años se ha visto que no sólo disminuye con el aumento de los ingresos de las madres, sino que de hecho es mayor la influencia de mejorar el nivel educativo de estas madres. Por lo tanto, tenemos de nuevo la educación como promotora de la salud, en este caso de la infantil, a través de unos mejores cuidados maternales. En 2006 se abordó un tratamiento estadístico similar al descrito anteriormente en países muy concretos y durante una etapa muy interesante desde el punto de vista histórico. Shkolnikov et al. publicaron en 2006 un análisis de la mortalidad en países de Europa del Este y Europa Central durante la década de 1990 a 2000. En este periodo se produjo la caída del sistema comunista y las sociedades de estos países sufrieron una transición política y social no exenta de dificultades. Shkolnikov y su grupo también concluyeron que la educación determinaba la salud y, por lo tanto, la longevidad. Una mejor educación conlleva un conocimiento de medidas saludables acertadas y, en general, es también la causa de unos mayores ingresos. En definitiva, la educación es la responsable de un mejor control sobre las decisiones vitales y un futuro más alentador. Entre los datos de este estudio es llamativo que en Rusia la esperanza de vida de las personas con menor nivel educativo disminuyó cuatro años mientras que en el grupo de personas con mayor nivel educativo, la esperanza de vida aumentó en casi diez. Es evidente que las personas más educadas soportaron mejor el proceso de transición. Una de las razones para ello es que tenían más capacidad social, económica e intelectual, para beneficiarse de los avances tecnológicos sanitarios que se estaban produciendo en ese periodo. En contraste, una de las conclusiones preocupantes de este artículo fue el aumento del consumo de alcohol entre la población con menos logros educativos. Como este colectivo fue disminuyendo en número por esa mayor mortalidad prematura el interés por parte de las instancias políticas fue cada vez menor. Un mensaje para los responsables políticos derivado de esta investigación es que es indispensable invertir en medidas sanitarias y educativas para los grupos más desfavorecidos. Recientemente, Luy et al. ( 2019) han puesto el foco de atención en la influencia de la educación en la longevidad en tres países desarrollados: Italia, Dinamarca y Estados Unidos. La elección de estos países se debe a que tienen estructuras educativas y sociales diferentes. El parámetro estudiado fue la esperanza de vida de personas con 30 años y se analizó cómo evolucionó este dato durante el periodo 1990-2010. Para ello dividieron a la población en tres grupos educativos: personas con estudios de Primaria, personas con estudios de Secundaria y personas con estudios superiores. Además, analizaron por separado dos efectos. En primer lugar, el cambio de la estructura educativa entendido como la variación en el porcentaje de personas en cada nivel de estudios y cómo afectaba ese cambio a la mortalidad. El segundo efecto analizado fue ver cómo cambió la mortalidad de cada uno de los grupos educativos a lo largo de esas dos décadas. En cuanto al primer efecto, el resultado fue el esperado: en ese período aumentaron en los tres países las personas que mejoraron su educación y disminuyó el número de personas con nivel educativo bajo. Sin embargo, el estudio muestra que el efecto relativo a la mortalidad por grupo educativo fue aún más relevante. La esperanza de vida se alargó más para los que alcanzaron niveles educativos superiores que para quienes sólo cursaron estudios de Primaria o de Secundaria. Esta brecha se agrandó con el paso de los años a pesar de los nuevos avances médicos que fueron surgiendo en ese período. Hasta ahora se explicaba el aumento de la esperanza de vida en términos de avances médicos, sobre todo gracias a la prevención y tratamiento de las enfermedades cardiovasculares. Este estudio demuestra una nueva perspectiva: que la educación contribuyó eficazmente a la disminución global de la mortalidad. Hasta aquí hemos destacado afirmaciones basadas en estudios rigurosos que indican con claridad la fuerte asociación entre nivel educativo y longevidad. Las tres tomaron grandes muestras poblacionales de las que se dedujo la correlación que nos ocupa. Pero existen otras muchas investigaciones que se centran en colectivos interesantes que, como veremos, también ponen de manifiesto una relación entre actitudes y una larga esperanza de vida. Así, en estos casos resulta difícil separar educación de cultura, preceptos de hábitos. Por ejemplo, los mormones que participan de forma activa en sus prácticas religiosas en Estados Unidos tienen una longevidad bastante más alta que la media del conjunto de la población (Enstrom y Breslow 2008), igual que los adventistas del séptimo día en Estados Unidos y Noruega (Jasilionis y Shkolnikov 2016). Esto puede deberse a que estos grupos religiosos tienen prohibido el alcohol y el tabaco, dos importantes factores de riesgo para una mortalidad prematura. Es curioso también que una minoría de científicos, los de la Royal Society del Reino Unido y otras academias de ciencias de Austria, Alemania o Rusia también viven más tiempo que personas del mismo nivel socioeconómico, misma edad y mismo lugar de residencia (Andreev et al. 2011). Aunque pueda haber otras variables implicadas parece evidente que el nivel educativo es una de las más claras ya que todos los científicos miembros de esas instituciones han alcanzado el máximo nivel, estudios de doctorado. ¿Y por qué es esta relación entre educación y longevidad? La educación lleva asociadas unas habilidades cognitivas que favorecen una cultura del cuidado personal y familiar que se expresa a través de hábitos saludables. Ejemplos de estos hábitos pueden ser una adecuada nutrición, la práctica de algún deporte o una mayor higiene. La educación favorece un pensamiento crítico que promueve que la persona evite factores de riesgo como el alcohol, el tabaco o las drogas ilegales. En tercer lugar, una mayor educación permite acceder a mejores puestos laborales, más seguros, más cómodos y más gratificantes. Además, desde esta actitud analítica, las personas más educadas tienen mejor adherencia a los tratamientos médicos, una menor tendencia a abandonar las terapias pautadas por su médico que personas con menos estudios. No sólo las pautas decisivas en la salud son más adecuadas para una vida larga sino que a su vez la educación induce una disposición más favorable hacia experiencias que se sabe tienen un efecto neuroprotector como leer, conversar, viajar, o plantearse nuevos retos de aprendizaje como tocar un instrumento o dominar un nuevo idioma, impulsando un envejecimiento saludable. Pero la educación no solo se traduce en mejores hábitos de salud. Está demostrado que la educación en general aumenta la densidad de sinapsis en partes relevantes de nuestro cerebro (Kandel 2007) y esta posibilidad de mejora se mantiene a lo largo de la vida. Por ejemplo, en un experimento se estudió la evolución de un grupo de varones jóvenes analfabetos. A una parte se le enseñó a leer y escribir durante seis meses y esto fue suficiente para que se produjeran cambios estructurales significativos permanentes en sus cerebros (Skeide et al. 2017). Por otro lado, también se han realizado estudios neurocognitivos y de neuroimagen que relacionan experiencias de aprendizaje con cambios adaptativos en el cerebro, sobre todo mejoras en el pensamiento abstracto y en la capacidad de planificar. Un sistema educativo público de recorrido obligatorio amplio y que se esfuerce por evitar el fracaso escolar es una de las mejores y más justas herramientas de progreso social. Entre los beneficios logrados está una mayor posibilidad de ascenso social, un incremento de la adaptación a circunstancias adversas, un mayor reconocimiento al mérito y al esfuerzo, una optimización de recursos, un incremento de la supervivencia después de impactos de cualquier tipo y formar parte de una sociedad más inclusiva, competitiva y justa. Esta relación entre educación y esperanza de vida aconseja un nuevo planteamiento en las políticas educativas. Ya sabíamos que la educación nos hace más libres y más felices. Ahora también sabemos que nos ayudará a vivir más y mejor. Referencias
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