jueves, 13 de mayo de 2021

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Cuaderno de campo


¿Religión? Sí en la escuela, no en la enseñanza


 Publicado en Cuadernos de Pedagogía 518, marzo 2021

La polémica sobre la religión en la escuela suele partir del error de no distinguir dos funciones de la institución: enseñanza y cuidado. La religión no debe ser parte de la primera, pero es perfectamente aceptable como parte de la segunda


    Si el lector se cuenta entre quienes solo quieren saber del autor, o de cualquier otro interlocutor, de qué lado está, si es o no de los suyos (supuesto que no le pase lo que a aquel político que, según una anécdota apócrifas, se declaraba a la espera de los nuestros pero confesaba no saber quiénes eran), puede considerarse servido con el título de este texto, que es el resumen de sus conclusiones, y pasar a otra cosa. Bien es verdad que un sí pero no, lo mismo que un no pero sí, siempre es más difícil de clasificar que el no es no, el sólo sí es sí y otras redundancias al uso.

    Ningún país puede escapar fácilmente a su historia y tampoco el nuestro. En el imaginario laicista existe una inmensa mayoría de países en los que la escuela es fundamentalmente pública y laica, con Francia a la cabeza, y una excepción notoria, al menos en el entorno europeo, democrático, de la OCDE, del hemisferio norte, etc., que es España, lo cual se debería a nuestro secular atraso, parte del cual sería la debilidad del Estado en el proceso de generalización de la escolaridad, al fuerte peso de la Iglesia católica y su alianza con la dictadura de 1936-1976, y a la inacabada transición política a la democracia. Algo o bastante de todo eso hay, pero lo cierto es que está muy lejos de agotar la explicación y que ofrece una visión unilateral, insuficiente, tanto de lo propio y como de lo ajeno. 

 Hay que recordar que el catolicismo es esa parte del cristianismo que se mantuvo fiel al Papado, mientras que las denominaciones protestantes, en general, crecieron en sinergia con las monarquías ya existentes y los principados que trataban de independizarse del Imperio. A riesgo de una generalización abusiva, cabe decir que la mayoría de las nuevas iglesias nacieron ya como iglesias nacionales, alineadas con el Estado y a menudo financiadas por éste, lo que, a la larga, hizo más fácil que sus escuelas se convirtiesen en escuelas públicas de titularidad municipal o estatal. No es casual que, con la excepción de Lutero (que recomendó fervientemente a las autoridades municipales crear y mantener escuelas cristianas), prácticamente todos los principales líderes de la Reforma protestante fuesen educadores, pedagogos y organizadores escolares: Zwinglio, Melanchton, Calvino, Knox, Ratke, Brinsley, Comenio, Milton, Dury, etc. Aunque el laicista poco informado lo ignore, los reyes son todavía cabeza de la Iglesia en el Reino Unido, Suecia o Andorra y lo fueron hasta hace nada en Noruega y los Países Bajos; estados confesionales son, además, Irlanda, Grecia, Georgia, Malta, Islandia, Armenia, Liechtenstein y Mónaco
Por el contrario, la entrada masiva de la Iglesia y las congregaciones católicas en la educación fue parte de la Contrarreforma, primero enfocada a la nobleza y la burrguesía (los jesuitas, desde mediados del siglo XVI) y después a las clases populares (escolapios desde finales del XVI, lasalleanos desde mitad del XVII, salesianos desde mitad del XIX, etc.). En España se vio reforzada, efectivamente, por la debilidad del Estado, la opción confesional de las Cortes de Cádiz y los liberales del XIX, la inanidad de esa Ley Moyano que indicaba dónde habría escuelas pero no cómo financiarlas, las sucesivas oleadas de congregaciones desplazadas desde otros países europeos menos acogedores, el fracaso de la I y la II Repúblicas y, sin la menor duda, por la alianza de la jerarquía eclesiástica con el régimen de Franco (sin olvidar que la misma institución parió algo no menos abyecto, ETA, pero también movimientos de otro cariz como las comunidades de base, numerosas organizaciones de corte obrero, cooperativas varias y hasta la teología de la liberación). Pero se comprende que el mejor cronista de la nación, Pérez Galdós, llegara a comparar esa pequeña invasión de principios del siglo XX con una nube de langosta (1912: XXIII). Sorprende, no obstante, hasta qué punto se ignora, o se prefiere ignorar, que el diseño de la escuela actual, de su arquitectura organizativa básica (la simultaneidad, la gradación, la lección, el aula, el libro de texto, el maestro normalista) fue esencialmente obra de las órdenes religiosas, sólo después asumido, de manera acrítica, por la escuela pública.

    El laicismo español suele inspirarse en dos ejemplos: el francés, por encima de todo, y el estadounidense, en menor medida, pero no está de más precisar algo sobre ambos. Francia representa una trayectoria que en la Europa del Sur ha venido a identificarse con la libertad y la democracia, desde la Ilustración, pasando por la Revolución de 1789 y la Commune, hasta Mayo 68.  Por lo que concierne a la enseñanza, en medio están las leyes Ferry, entre 1878 y 1887, que proclamaron la escuela pública, única y laica. Única nunca fue, pues hay pocos sistemas tan segregados internamente como el francés; pública sí, de manera mayoritaria, pero sin olvidar que la privada, fundamentalmente religiosa, ha venido creciendo en el tiempo y lo hace también de una etapa a otra, del 13.4% del alumnado de educación infantil (ISCED 0) al 28.9& de toda la secundaria superior (ISCED 3), dentro de esta el 41.3% de la profesional (ISCED 3, programa 5), y el 45.9% de la post-secundaria no terciaria (ISCED 4, programa 5) (OCDE, 2021). Lo que sin duda es la escuela pública francesa es laica, o mejor laicista, como nos recuerda cada dos por tres la polémica sobre el uso del velo, pero esa laicidad no se define solo frente a la religión, sino también frente a la política. Su formulación más clara se debe a Ferdinand Buisson, que fue Director General de Enseñanza Primaria con Ferry: "El maestro en la escuela, el cura en la iglesia, el alcalde en el ayuntamiento." (Buisson, 1888: I, 2, 1472).

    Pero… hay dos peros. El primero es que el propio Ferry no quería expulsar la religión de la escuela. El ministro, de hecho, aceptaba la formación religiosa en la escuela, voluntaria y fuera del horario escolar, pero Buisson y el entorno republicano se impusieron, algo que el primero lamentaría años después como un planteamiento sectario (Ferry, 1914: 387-388). No lo verá así el laicismo doctrinario, pero, a día de hoy, parece difícil seguir manteniendo, a la luz tanto de la islamofobia como del radicalismo islámico que azotan a Francia, que la laicité scolaire sea precisamente un éxito. El otro pero se refiere a la otra cara de la laicidad, la política. El "alcalde en el ayuntamiento" no es una perogrullada sobre dónde tiene su sede, sino una declaración de que la política no es bienvenida al interior de la escuela, excepto como formación ciudadana (con las leyes Ferry, la formación moral y cívica vino a sustituir a la moral y religiosa que imperaba hasta entonces). Sin embargo, existe un sector del laicismo (no todo, por supuesto, pero sí muy amplio en España y el mundo hispánico) tan combativo a la hora de mantener a raya a la religión como permisivo, e incluso favorable, a la intromisión de la política… siempre y cuando sea la de los nuestros; en particular y eso resulta más penoso, a esa simbiosis explosiva de política y religión que son los nacionalismos.

    Tampoco en el caso norteamericano es oro todo lo que reluce; a veces, incluso, al contrario. La doctrina constitucional que prohíbe al Congreso (tanto al gobierno federal como a los estados federados) financiar a las iglesias y, en consecuencia, financiar escuelas confesionales, hoy celebrada como el muro de separación (expresión de Jefferson a posteriori, en una carta de 1802) entre uno y otras, se basa en la Primera Enmienda, de 1791, pero que sólo se convirtió en doctrina efectiva en 1948, cuando la sentencia del Tribunal Supremo en Everson v. Board of Education prohibió dejar en el horario escolar (lectivo) un tiempo disponible para la enseñanza religiosa.  Incluso después, la lectura de la Biblia siguió siendo una actividad ordinaria, al comienzo de cada jornada, en las escuelas públicas hasta que una nueva sentencia federal sobre School District v. Schempp y Murray v. Curlett, en 1963. Y no han faltado intentos, desde las presidencias de Reagan y Trump, de volver a reintroducir la oración escolar. En todo caso, el tiempo transcurrido entre la Primera Enmienda y las sentencias mencionadas, siglo y medio largo, ya da idea sobre de la poca laicidad, a lo largo del mismo, de las escuelas públicas. Esa secularidad, más bien, era una suerte de fórmula de cortesía entre las múltiples y distintas denominaciones protestantes, no pocas de las cuales llegaron al nuevo mundo porque eran perseguidas en el viejo. Pero cuando, a mediados del XIX, comenzaron a hacelro oleadas masivas de inmigrantes católicos, primero los irlandeses que huían de la hambruna de la patata, después los polacos, a continuación los italianos, etc., además de la creciente minoría hispana (desde los originarios chicanos hasta la avalancha de mexicanos y centroamericanos), lo que encontraron fue unas escuelas públicas que, a sus ojos, eran protestantes, porque realmente lo eran, de manera nítida y supremacista. Al fin y al cabo, Horace Mann, unitarian en materia religiosa y fundador de la escuela pública en Massachussetts, modelo para los demás estados, nunca pretendió sino que la presencia de la religión en la escuela se limitara a la Biblia, dejando fuera de ella apenas la pugna entre las denominaciones. Fue entonces cuando la jerarquía católica se lanzó a la creación de escuelas católicas, por cierto con notable éxito de público, que afluyó masivamente, y de crítica, pues en el mejor y pionero estudio High School and Beyond, James S. Coleman, quizá la figura más brillante de la sociología de la educación norteamericana, y su equipo encontraron que estas escuelas eran las que más valor añadido y más sentido de comunidad y de pertenencia aportaban a sus alumnos, en comparación con las públicas y las otras privadas (Coleman & Hoffer, 1987).

    Hay un segundo aspecto interesante, no obstante, en la jurisprudencia norteamericana posterior, pues se trataba y se trata de eliminar cualquier imposición o trato discriminatorio (negativo o positivo) por motivos religiosos y no, como en el francés, de crear un espacio libre de religión, es decir, de prohibir sus manifestaciones en ese espacio. El mismo juez que redactó la mencionada sentencia (por ocho votos a uno) contra la lectura de la Biblia respondió a su colega disidente que el Estado tampoco debía adoptar una actitud beligerante contra la religión, a favor de una "religión secularista" (aquí diríamos laicista) (Witte, en Carper & Hunt, 210). En esta línea, una serie de sentencias federales han establecido que, aun cuando una escuela pública pueda no estar obligada a autorizar, alojar o apoyar clubs de estudiantes, conferencias invitadas y otras actividades extraescolares voluntarias, una vez que lo hace con algunas de ellas, creando así un "foro abierto", no puede discriminar otras por motivos (anti)religiosos, por ejemplo en Widmar v. Vincent, Westside Comm. BoE v. Mergens o Good News Club v. Milford Central School (Marzilli, 2009: 45-46); en otras palabras: si los estudiantes pueden organizar un torneo de ajedrez o traer a un conferenciante ecologista, también pueden organizar un club cristiano o traer a hablar a un predicador. Esto fue consagrado por la Ley de Acceso Igual (Equal Access Act), de 1984, y sigue rigiendo hasta el día de hoy, a pesar de la resistencia de numerosas escuelas públicas a permitir actividades de corte religioso.

    Volvamos ahora a España. Antes que religión sí o no, confesionalismo o laicismo, lo que debemos entender y decidir es cuáles son los términos del debate que queremos y el espacio de las opciones, del descuerdo y, si es posible, del acuerdo. También podríamos plantearlo así: ¿nos movemos a la búsqueda de un consenso razonable, en el que puedan coexistir y competir, respetándose, visiones diversas; o, al menos, en términos de un disenso razonable, en el que los argumentos del otro pueden no convencer y ser criticados, pero no necesitan para ello ser descalificados ni demonizados? Conviene no olvidar que el debate no es sobre la existencia de Dios, el misterio de la Trinidad, el Diluvio universal ni nada parecido; ni siquiera sobre el divorcio, el derecho al aborto o el matrimonio homosexual, pues todos ellos discurren y deben hacerlo por otros derroteros. La cuestión es, simplemente, si la religión puede tener o no un lugar en la enseñanza y en la escuela: dos preguntas en una.

    La respuesta a la primera es, para mí, sencilla y no me detendré mucho tiempo en ella. La enseñanza, la escuela en tanto que institución (obligatoria, no se olvide), no es una extensión ni una puerta de salida de la familia, sino justamente lo contrario, un instrumento (una institución) y la puerta de entrada a la sociedad más amplia. Por ello su objeto, el de la enseñanza, y en particular el de las enseñanzas regladas, no puede ser otro que lo común (lo común al pueblo, que los griegos llamaban λαός, laos, de ahí laico y laicidad), y común es lo que la sociedad, a través de los medios que ha creado y asumido, la democracia y la ley, proclama tal. Es la experiencia de la convivencia organizada con el otro, ese otro que en principio no nos interesa, pero cuya colaboración o, al menos, benevolencia necesitaremos siempre. Parte de ello es la formación en la ciudadanía, en una moral cívica, obligación a la que nadie puede sustraerse a menos que decida apartarse y desconectar por entero de la sociedad, algo que a día de hoy, en este planeta, ya no es posible, que nadie siquiera intenta –y, menos que nadie, esos egos inflado que en la adolescencia vienen de leer a Hesse o en la vida adulta dicen haberse hecho a sí mismos. Esa moral, o esa ética, es la única que puede formar parte de la enseñanza, es decir, de lo que todo alumno está obligado a aprender –si bien espero que no por decir esto se me asocie al griterío gremial de esa parte del profesorado de filosofía que clama por más horas y promete liberar al mundo de la ignorancia y de todos los males, comenzando por los pedagogos. Ni siquiera entraré en la cuestión de si debe, o hasta dónde, ser una asignatura, impregnar todas o parte de ellas, materializarse en la organización y las rutinas escolares o encarnar en la conducta de los profesores, aunque ya dejo adivinar que me gustaría que hiciera de todo un poco.

    La cuestión es si esa moral cívica puede convivir en la escuela con otras distintas, no necesariamente antagónicas, que ya están en parte o en todo en la cabeza y el corazón de los alumnos y sus familias. Y la respuesta me parece sencilla, porque la escuela es más que la enseñanza. Más y menos, ya que hay enseñanza y aprendizaje fuera de la escuela, cada día en mayor cantidad y de mejor calidad, y porque hay mucho en la escuela que no es enseñanza, y esto es justamente lo que ahora viene a cuento. Además de la enseñanza a los alumnos, la escuela tiene a su cargo el cuidado de los menores. Esa función, que algunos docentes poco finos denigran como de aparcamiento, guardería, etc., es mucho más que la custodia o la mera seguridad física (lo que no es poco, y si alguien lo duda le invito a un sencillo ejercicio mental: si tuviese que elegir entre llevar a sus hijos a un colegio seguro pero mediocre o a otro peligroso pero brillante… ¿qué haría?). El cuidado comprende el bienestar de los alumnos, su sentido de pertenencia, el desarrollo de capacidades no codificadas en el currículum, su maduración personal, el ejercicio progresivo de la libertad, etc. En ese marco, además de extenderse la tutela general de los profesores y otros educadores y expertos, propios o ajenos al personal regular de la escuela, surgen, y no pueden ni tienen por qué dejar de hacerlo, actividades voluntarias de todo tipo solicitadas, diseñadas u organizadas en todo o en parte por los alumnos y sus familias y encomendadas en todo o en parte a educadores que no suelen ser los profesores, sean complementarias (informática, lenguas…), artísticas, deportivas, informativas, comunitarias, lúdicas… ¿Por qué iba a haber cerámica, alemán, educación sexual, mindfulness, periodismo, silbo gomero, etc., pero no religión? ¿Por qué se puede llamar a un entrenador, a un ajedrecista, a un ceramista, a un periodista… pero no a un sacerdote? Igual que exigimos a una persona heterosexual, tal vez ajena a cualquier experiencia relacionada, que entienda la importancia de la discriminación, los derechos o el reconocimiento de las personas homo, trans, etc., el agnóstico, el ateo o el defensor de la laicidad deben comprender la importancia y la trascendencia que para el creyente tienen la religión y la formación en ella.

    El laicismo extremo, que mejor sería llamar anticlericalismo, pondrá el grito en el cielo con la lista de errores anticientíficos de la Biblia, las autoridades eclesiásticas que apoyaron el franquismo o los movimientos que hoy se oponen a derechos sociales varios, pero eso es como abominar de los partidos y las elecciones porque Hitler creó uno y ganó (casi) otras o condenar a la izquierda por el recuerdo de Stalin o Pol Pot. Si el laicista es liberal, recuerde que, en nuestra tradición cultural, la primera afirmación radical de la igualdad entre los hombres, aun abstracta, viene del cristianismo, no de la democracia esclavista y xenófoba ateniense; si es de izquierda, tenga en cuenta que los primeros movimiento calificables de comunistas fueron siempre religiosos (Wyclif, Hus, Müntzer…); si apuesta por la educación de los más vulnerables, sepa que fueron las órdenes religiosas quienes antes lo hicieron, en contra de los filósofos ilustrados. Hace poco cayó en mis manos una entrevista de Julio Anguita, que antes que político fue maestro de escuela, en la que afirmaba, tan contento: "Alguien dio que la Guerra Civil la ganaron los curas y la perdieron los maestros. Acertaron plenamente con el aforismo."  Es el mundo visto en blanco y negro, el bien contra el mal, etc. Efectivamente, la perdieron muchos maestros (entre ellos uno de mis abuelos, que pasó años en un penal militar y se salvo por muy poco del paseíllo), pero también la ganaron otros, aunque fueran menos (entre ellos su compañero de escuela y jefecillo falangista, que fue quien le armó una falsa denuncia por rojo, agitador de los niños, etc.); entre los curas, como bien sabemos, fue al revés: se ocupó de muchos el sector más fanático de la izquierda y de alguno que otro el propio franquismo, pero la mayoría estuvo con el bando vencedor. La verdad es que me importa muy poco esa brillante sentencia de Anguita, de quien pienso, como alguna vez dijo Felipe González, que era más del Este que de izquierdas, pero me preocupa mucho esa mentalidad maniquea y guerracivilista que perdura casi un siglo después, torpedea cualquier diálogo y menudea, por desgracia, incluso en nuestro ámbito, la educación. En realidad, no es nada nuevo. Si Ferry se avino, en contra de sus propias ideas, a excluir la religión no solo de la enseñanza (lo que, como él, suscribo) sino de la escuela (lo que, como él mismo haría después, no suscribo), tal vez fuera porque, como declaró en el debate sobre la ley de enseñanza primaria, qué sería de una escuela agitada por "esa lucha entre los dos sacerdotes, uno laico y otro religioso?" (Ferry, 1889: 201 –la cursiva es mía). Así concibió y formó la III República francesa a sus maestros, como sacerdotes de la república. Mejor aun lo expresó Charles de Montalembert, político e intelectual católico y liberal que defendía la idea de una Iglesia libre en un Estado libre, una iglesia fuerte pero por sí misma, sin apoyo político alguno, pero veía "dos ejércitos enfrentados, cada uno con unos treinta o cuarenta mil hombres: el ejército de los maestros y el ejército de los curas." (citado en Glenn, 2004: 145). Los nuevos y los viejos maestros… o los nuevos y los viejos curas


    La cuestión de la laicidad escolar es equívoca, porque oculta una metonimia que identifica y confunde el todo con la parte, la escuela con la enseñanza. En lo que concierne a la enseñanza propiamente dicha se trata de elegir entre la sociedad y una parte de la misma, la ciudadanía compartida y las creencias particulares, por lo que la opción no debe ser otra que la laicidad, es decir, lo común. Esta interpretación es acorde a la Constitución, que en su artículo 27 habla de derecho a elegir la formación religiosa de los hijos, pero no a una enseñanza religiosa, y puede incluso caber en una interpretación contextual y no originalista del Concordato, pues las "condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales" que requiere para la formación religiosa bien pueden entenderse en un sentido puramente material (es decir, aulas); pero, si así no fuera, siempre cabe denunciarlo. En lo que concierne a la escuela, la cuestión es bien distinta, pues en su función de cuidado bien puede y sin duda debe albergar una formación de tal relevancia para los creyentes, siempre y cuando sea voluntaria e independiente de la enseñanza (sufragarla o no es una cuestión secundaria, pues se sufragan actividades relevantes y otras que no lo son en absoluto, pero siempre y cuando sea dentro de un tratamiento equivalente para todo tipo de creyentes y no creyentes). De hecho, esa es la tendencia general en el mundo, guste o no: un ligero crecimiento de la escuela privada, un aumento más sostenido de su financiación pública y una creciente pluralidad y libertad religiosa, y sobre todo una mayor secularización de la enseñanza (Thomas, 2007). A nadie se le oculta que hay otro problema entrecruzado: la distinta composición social y la desigual calidad de unos centros y otros, una cuestión esencial pero que es otra historia. Lo que tiene muy poco interés, a día de hoy, es el enfrentamiento permanente entre los viejos y los nuevos curas (o monjas), que es en lo que deviene el enfrentamiento recurrente entre el confesionalismo tradicional y el laicismo vivido como una nueva religión funcional.

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