Posted: 01 Jan 2015 02:12 PM PST
Manuel Rodríguez G.
Como mucha gente, debería dar la bienvenida a este otro "Feliz Año Nuevo", pero no lo haré. Ni me apetece ni quiero entrar en ese juego hipócrita e indecente que en muchos casos, representan fechas como estas.
Aunque soy agnóstico, no por ello respetuoso con las creencias y filosofía de la gente, supongo que ese "espíritu navideño" surgió de lo que la tradición cristiana quería plasmar y transmitir con el nacimiento del "Mesías" y lo que ello representaba para un colectivo cada vez más numeroso.
Lejos de ese inicial espíritu de solidaridad, paz, armonía y apoyo a los demás, que originariamente representaba esa fe, observo un exceso de superficialidad, de competitividad, a veces de narcisismo egocéntrico, de consumismo, de rivalidad, de hipócritas alabanzas nada sentidas, de falsas comprensiones hacia los demás. En definitiva observo demasiada frialdad para con las necesidades de los demás; demasiada hipocresía para la realidad actual de tanta gente necesitada y anclada en una muy dañina pobreza material, de recursos económicos. Curiosamente denostados por otra pobreza menos llamativa, tan extensiva como la primera, aunque más lamentable: la pobreza ética de quienes quieren ocultar o sencillamente pretenden ningunear tristes realidades sociales.
Ayer, como cualquier otro día, cené junto a los míos (Silvia, Daniel y nadie más) lo que mi economía me deja y lo que mi realidad y mis sinsabores me permiten. Ayer noche me adentré inconscientemente a reflexionar sobre las realidades de demasiada gente que seguro no pudieron llevarse un buen trozo de carne o de pescado a sus estómagos, penados a casi ayunar en esa última cena del moribundo 2014, y eso me producía cierto mal sabor cuando intentaba masticar, con bastante monotonía una carne jugosa en su continente y contenido, pero apática en su contexto final de año.
Ayer también me evadí y viajé a mis años de adolescencia, cuando esa cena y esa noche eran especiales y duraderas por lo mucho que representaban. Tras ella, se presagiaban momentos de alegría, compañía anhelada y mucha mucha jovialidad, en una extensa noche que por especial se hacía breve pero intensa. Noche ilusionante como la que debe amparar una edad tan crítica, pero a la vez tan motivadora y a la vez tan utópica como representa ese cambio radical que es la adolescencia.
Ayer, como cualquier día tuve que callar, esconder y tragarme, sentimientos nada dulces ni acogedores: Mi hija, una vez más seguía penitente y castigada a seguir viviendo en soledad su triste adolescencia, su condena eterna impuesta por tantos miserables y apoyada por la complicidad y complacencia de demasiados hipócritas de este cobarde lugar que me ha tocado vivir; miserables que a esa hora estarían disfrutando de sus sueños y conquistas ganadas; aún a pesar de las muchas falacias, falta de empatía, inconsistencias, juegos sucios y falta de ética usados en su día a día.
Ayer mi hija, una vez más, estuvo penada a no soñar ni disfrutar de una merecida amistad, de un grupo con el que proyectar su original y ya antigua alegría. Ayer mi hija estuvo castigada a seguir viviendo forzosamente con su única compañía: la dura y minante soledad. Mi hija sufre una pobreza extrema de compañía grupal desde su más tierna infancia. Se la debe a un extenso colectivo de malditos pobres de ética, dignidad y empatía, que lejos de ayudarla y ser solidaria con sus dificultades la exiliaron a una exclusión total en sus pseudocolegios de plástico inmaculado, para proyectar bulos y muy dañinos rumores locales a costa de esconder una falta total de ayudas para paliar su déficit atencional. Esa dejadez del sistema escolar provocó una indefensión y falta de pertenencia total al grupo que finalmente dio lugar a un desgastante proceso de acoso escolar que llegó a ser muy intenso y minante; tanto que se vio obligada a dejar sus colegios con apenas 11 años.
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