Ayer asistimos al acto de entrega del Pedrón de Ouro 2012 a Nova Escola Galega, un reconocimiento merecido por una cometido de casi 30 años, sin contar que muchos de los integrantes iniciales ya venían de otros grupos diversos que trabajaban por la educación, por la lengua y por la cultura gallega.
Por la mañana habíamos leído el artículo de Víctor F. Freixanes en el que nos hablaba de los inicios de esta asociación y de la capacidad de entusiasmo que tenían allá por los años 70 y 80, pese a que las circunstancias no eran más favorables de lo que son ahora. Posiblemente esto sea de lo más desalentador para quien sentó los cimientos de lo que hasta ahora disfrutábamos en la escuela; tanto trabajo, tanta lucha, tanto esfuerzo para, en este momento, dar una vuelta atrás. No tiene que ser grato. Por ello el premio viene en un buen momento, cuando menos que se reconozca lo que hicieron dándole ánimos para continuar hacia delante.
Pero a la reflexión que nos llevó esto fue la que le pone título a esta entrada. Si hace treinta años, pese a todos los impedimentos y represalias a las que se exponían pudieron surgir Movimientos de Renovación Pedagógica (MRPs), a dónde se fue a día de hoy ese entusiasmo. Escuchamos muchos argumentos, posiblemente todos ellos con una parte de razón y con otra que puede se puede rebatir pero que vamos a recoger aquí genéricamente sin desarrollar al detalle, ya que, cada uno de ellos precisaría de un tratamiento específico.
Hay quien apunta a falta de relevo generacional dentro de los MRPs; a la merma de autonomía que les supuso acogerse a las subvenciones de la administración; a la pérdida del vínculo directo entre sus responsables/dirigentes y la escuela; a la politización de los integrantes o del colectivo; o a las búsquedas de protagonismo individual de algunos de sus miembros.
Hay también quien carga la culpa contra el individualismo y falta de generosidad profesional de los docentes hoy en día; a que no ven la necesidad de asociarse, ya que hay vías alternativas, incluso para los no gregarios; a que consideran más productivo dar cursos, charlas, o presentarse a premios, que compartir con los compañeros; a que no quieren significarse para no entrar en las listas negras; o también a que la campaña de desprestigio a la que está siendo sometido el colectivo docente hace que se abstenga de tomar iniciativas de mejora.
Las condiciones en los centros tampoco son las más favorables, ya que la acomodación al tradicionalismo escolar impide toda necesidad de innovación, y desde dentro se pone en funcionamiento un rodillo homogeneizador que aplana todas las iniciativas que sobresalen poniendo en evidencia al resto de la comunidad; hay un gran temor de los equipos directivos de todo aquello que suponga apartarse un milímetro de lo que marca la normativa o la norma, y cercenan toda capacidad de innovación.
Estas impresiones que estamos recogiendo no son algo exclusivo, que tan sólo afecte al ámbito educativo. Esto se nota a nivel político social, asociativo, vecinal, lúdico, etc. Hace treinta años había ilusión, ganas de hacer cosas, interés por mejorar, y por aquel entonces se pensaba que para llevar esto a cabo era necesario unirse con otras personas con similares inquietudes. Luego vinieron los éxitos, y los desengaños. A día de hoy ya no somos capaces de creer en nada ni en nadie; si alguien hace una propuesta ya nos estamos preguntando a dónde quiere ir, qué es lo que pretende, o a qué quiere llegar. Se perdió la capacidad de trabajo desinteresado por la mejora de las condiciones de los demás.
Por ello, en los tiempos de las redes sociales, en las que tan fácil sería crear grupos, compartir experiencias e inquietudes, el profesorado se apoltronó en la pasividad, en el pesimismo, en la falta de generosidad y de valentía (de humildad o de vanidad, según se quiera ver), de mostrar a los demás lo que hace, compartiendo, exponiéndose más a la crítica que al halago.
Llegado por este punto, no basta decir que lo que estamos viviendo es signo de los tiempos actuales, hace falta que cada uno reflexione sobre los propios motivos que lo llevan a no asociarse, a no compartir, a no implicarse o a no comprometerse con el cambio y mejora de la educación. Acto seguido, será de justicia reconocer el mérito de otros, como Nova Escola Galega, que aun en contextos menos favorables, fue quien de movilizar a muchos profesionales de la educación en la búsqueda de una escuela abierta, libre, democrática y gallega. Y sigue haciéndolo treinta años después.
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