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UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 17 Jun 2016 02:52 AM PDT
Los concursos son una parte sustancial de la programación de televisión: quién canta mejor, quién baila mejor, quién tiene más vocabulario, quién sobrevive mejor o quién cocina mejor. En Estados Unidos hay otro programa que supongo no tardará en ser descubierto por las fértiles imaginaciones de los programadores de las cadenas patrias: Quién pierde más peso, The Biggest Loser, donde «El Perdedor más Grande» –de kilos– se convierte en el ganador.
La dinámica es sencilla. Personas obesas se apuntan, se anota su peso inicial, se agrupan en equipos y trabajan con unos entrenadores que diseñan planes de ejercicio y de alimentación. Entre ellos hay algunos personajes famosos como Anna Kournikova. En cada episodio se somete a los contendientes a pruebas y tentaciones y los que las superan tienen privilegios, inmunidades o ventajas. El equipo que baja el menor número de kilos en esa semana debe mandar a casa a uno de sus miembros. El concurso ha sido muy criticado por médicos y dietistas-nutricionistas al plantear la pérdida de peso como un sistema competitivo. Además, algunos concursantes han perdido entre 10 y 15 kilos la primera semana cuando la mayoría de las dietas racionales buscan un proceso paulatino y se ponen como objetivo perder 0,5-1 kg a la semana. Aun así, The Biggest Loser lleva ya 17 temporadas en pantalla, algo que indica su éxito en el share y que ha permitido que haya sido analizado científicamente. El estudio se centró en los participantes de hace seis años (temporada 8) y ha sido realizado por un grupo de investigadores de los Institutos Nacionales de Salud. Al final de la temporada, cada uno de los participantes había perdido, de media, 58,5 kilos. El ganador de aquella temporada, Danny Cahill, pesaba al empezar, 195 kilos y 86 al acabar su participación en el programa, una pérdida de 109 kilos. El problema es que, a pesar de un esfuerzo constante, ha subido hasta 134 kilos. Desde que terminó aquella temporada, se inició el seguimiento de esos participantes y al cabo de estos seis años los participantes han recuperado el 70 % de los kilos perdidos y queman al día 500 calorías menos que personas de su misma edad y tamaño. La noticia preocupante es que eso está sucediendo seis años después de aquella dieta, es decir, una pérdida importante de calorías genera una caída del metabolismo pero eso se cronifica, se convierte en un problema a largo plazo. La industria de la dieta, con sus enormes ganancias, reaccionó agresivamente, argumentado que era debido a que los concursantes habían perdido peso demasiado rápido, o comían alimentos equivocados, o no habían ingerido sus productos mágicos. El mensaje era claro: el problema no es de la dieta, es tuyo. En realidad, y es algo trascendente porque afecta a millones de personas, las dietas no funcionan. El problema es que incide en algo que cada vez está más claro. El sobrepeso es un trastorno mental crónico, las dietas no mejoran la salud y hacen más mal que bien. No hay que comer menos, hay que comer de otra manera. La mejor estrategia para lograr un peso saludable es cambiar de hábitos. A pesar de que gastamos miles de millones de euros en productos dietéticos, apoyo de profesionales y medicamentos, un tercio de la población de muchos países desarrollados tiene obesidad o sobrepeso. Al parecer nuestro sistema nervioso central tiene un peso ideal, una estimación de qué peso debemos tener. Ese peso teórico está determinado por los genes y la experiencia vital y no tiene nada que ver con lo que tu médico considera tu peso ideal. Cuando nuestro peso empieza a caer por la dieta, el organismo decide quemar menos calorías, produce más hormonas que den sensación de hambre para que busquemos comida y aumenta la sensación de recompensa que sentimos al comer. Es decir, nuestro cerebro se moviliza para reaccionar ante esas vacas flacas —la época de dieta— y recuperar lo antes posible el peso original, ese peso que es fácil de mantener. La conducta alimentaria está regulada por nuestro cerebro. Aunque sabemos menos de lo que quisiéramos, la evidencia proporcionada por la neurociencia es que existe un sistema de control del peso y el apetito. De hecho, los seres humanos a menudo mantienen el mismo peso durante muchos años. Dado que incluso un pequeño aumento o disminución del aporte calórico diario podría terminar por producir, al cabo de unos pocos meses, una variación sustancial del peso, el cuerpo debe tener sistemas de retroalimentación —nunca mejor dicho— que controlan la ingestión y el metabolismo de los nutrientes. En los animales es más fácil de estudiar porque podemos someterlos a privación de alimentos o a una alimentación forzada. En ambos casos, el animal ajustará a continuación la toma de alimentos posterior hasta recuperar un peso apropiado para su edad. Por eso se dice que los animales defienden su peso corporal de las perturbaciones. De hecho, un animal al que se mantiene sometido a una dieta baja en calorías termina por necesitar menos alimentos para mantener su peso porque su metabolismo disminuye. Por eso, el principal factor de riesgo para ganar 10 kilos es haber perdido 8 haciendo dieta. La toma de alimentos se cree que está bajo el control de dos regiones del hipotálamo, la ventromedial y la lateral. La destrucción de los núcleos ventromediales induce hiperfagia y provoca una obesidad grave. Por el contrario, las lesiones bilaterales del hipotálamo lateral producen abandono de la comida (afagia) y el animal muere si no se le obliga a alimentarse. Estimulando eléctricamente la región ventromedial se suprime la toma de alimentos mientras que la del hipotálamo lateral la desencadena. Eso se ha interpretado como que el hipotálamo lateral contienen un centro de alimentación y el medial un centro de saciedad. Posteriormente se ha visto que es mucho más difuso y el control de la conducta alimentaria está distribuida por diferentes estructuras del encéfalo. Curiosamente la inyección de diferentes sustancias químicas producen alteraciones en la conducta alimentaria. La aplicación de noradrenalina al núcleo paraventricular del hipotálamo estimula la ingestión de alimentos pero si le les deja elegir, comerán más glúcidos que proteínas o grasas. Pr el contrario, si se aplica el péptido galanina aumenta de forma selectiva la ingestión de grasas, mientras que los opiáceos impulsan el consumo de proteínas. Se han visto señales a corto plazo, que regulan el tamaño de cada toma de alimentos y señales a largo plazo que regulan el peso corporal en su conjunto. El hipotálamo tiene glucorreceptores que responden a los niveles sanguíneos de glucosa. Si la glucemia desciende drásticamente, el hipotálamo estimula la conducta de tomar alimentos. Las hormonas gastrointestinales, como la colecistoquinina, liberadas durante la digestión también contribuyen a la sensacion de saciedad. Entre las señales a largo plazo, una de las más importantes es el péptido leptina, segregado por las células que almacenan la grasa, los adipocitos. Por medio de esta señal, el peso corporal se mantiene constante a lo largo de una amplia gama de actividad y dieta. Finalmente también hay genes que participan en la regulación a largo plazo de la toma de alimentos. Uno de ellos es el gen ob cuyo producto génico es precisamente la leptina Voviendo al concurso televisivo, Gina Kolata en el New York Times informaba «Cuando el programa empezó, los participantes, aunque con un enorme sobrepeso, tenían metabolismos normales, lo que significaba que quemaban un número de calorías adecuado para personas de su peso. Cuando terminó, sus metabolismos se habían ralentizado radicalmente y sus cuerpos no quemaban suficientes calorías para mantener sus tamaños más delgados… Lo que asombró a los investigadores es lo que pasó después. Según pasaban los años y los números de la báscula subían, los metabolismos de los participantes no se recuperaron sino que se volvieron incluso más lentos y los kilos se seguían apilando. Era como si sus cuerpos estuvieran intensificando el esfuerzo para devolver a los concursantes a su peso original». Al cabo de estos seis años la mayoría de los 16 participantes de ese año han recuperado su peso inicial y, en algunos casos, pesaban más que cuando entraron en el concurso. Para mantener sus 134 kg, Cahill tiene ahora que comer 800 calorías menos al día que cuando entró en el concurso, cada una que come de más, se transforma en grasa. Esta respuesta cerebral es probablemente la explicación de que hacer dieta sea tan difícil y que los resultados sean decepcionantes. Los hombres con una obesidad grave tienen una posibilidad del 0,08 % (1 en 1.290) de alcanzar su peso normal en un año. Las mujeres lo tienen mejor, lo logra el 0,14 % (una de cada 677). Aun peor, la inmensa mayoría de esos pocos que lo logran terminan recuperando el peso antes de cinco años y casi la mitad, terminan pesando más que cuando iniciaron la dieta. Son datos que, en privado, reconocen los propios responsables de la industria de la dieta. Un informe confidencial de una de estas empresas comentaba: «En 2002, 231 millones de europeos intentaron algún tipo de dieta. De esos, solo el 1% consiguió una pérdida de peso permanente». No podemos seguir con una estrategia que ha demostrado sobradamente que no funciona. Las personas que hacen dieta tienen mayores posibilidades de terminar obesos que las personas que no hacen dieta en un período entre un año y quince años después de ponerse a dieta. Es cierto en ambos sexos, en todos los grupos étnicos y prácticamente a todas las edades (desde la infancia hasta la madurez) y sea cual sea el tipo de alimentos con el que hace la dieta y también da igual si la perdida de peso ha sido rápida o lenta. Los efectos son aún más notables en las personas que en el momento de ponerse a dieta tenían un peso normal, algo que incluye a muchas de las mujeres que se ponen a perder kilos (la mitad en los Estados Unidos). La relación causal entre dieta y ganancia de peso se ha estudiado también en personas cuya motivación para perder peso era externa. Hay deportes como el boxeo, el yudo o la lucha grecorromana donde los competidores están clasificados según su peso y no tienen aparentemente una predisposición genética hacia la obesidad. Sin embargo, un estudio de deportistas de élite finlandeses encontró que los que habían participado en esos deportes donde hay una preocupación por el peso tenían el triple de probabilidad de ser obesos a los 60 años que sus compañeros que competían en otros deportes y, por lo tanto, no tenían ningún estímulo para hacer dieta. Parece que la preocupación sobre el peso y la comida es, tristemente, el camino más seguro hacia el sobrepeso. Estudiar esto en el laboratorio no es fácil pero un programa tomó la dirección contraria, trabajar con muchachas adolescente que no se sentían a gusto con su cuerpo para que no tuvieran preocupación con su peso. La idea de este programa online, llamado eBody Project, era luchar contra los trastornos de alimentación reduciendo el deseo de las chicas por estar delgadas, intentando que hicieran menos dieta y evitando también las futuras ganancias de peso. Las chicas que participaron el programa vieron que su peso se mantenía estable en los dos años siguientes mientras que sus compañeras que no habían tenido ninguna intervención y que habían servido como grupo control ganaron unos pocos kilos. La dieta genera estrés, la restricción de calorías produce hormonas del estrés y éstas actúan sobre las células de la grasa e incrementan la cantidad de grasa abdominal. Esta grasa está asociada problemas de salud, tales como la diabetes y las enfermedades cardiovasculares independientemente del peso total. La ansiedad sobre el peso y las dietas son factores que predicen un comportamiento posterior a base de atracones. Las muchachas que decían estar haciendo dieta al comienzo de la adolescencia tienen el triple de posibilidades de tener sobrepeso en los siguientes cuatro años. Otro estudio ha demostrado que las adolescentes que hacen dieta a menudo tienen una probabilidad 12 veces mayor de tener atracones dos años después. Los atracones son un comportamiento que tienen muchos mamíferos después de haber pasado una época de hambre. La investigación en animales confirma mucho de lo que vemos en nosotros mismos. A los roedores les gusta la misma comida que ha nosotros y cuando hay abundante comida sabrosa disponible, cada animal gana algo de peso, pero muy variable de individuo a individuo sugiriendo también una diferencia genética. Si están en situaciones de estrés, las ratas y ratones comen más comida dulce y con grasas. En las últimas décadas, al igual que los humanos, tanto los ratones de laboratorio como los silvestres, los que viven en el campo, han aumentado de peso. La privación de comida repetida en animales —algo comparable a hacer dieta una y otra vez— cambia los niveles de dopamina y otros neurotransmisores en el cerebro que intervienen en el circuito de recompensa. El resultado es que se incrementa el ansia de buscar y comer alimentos. Esto explica porqué los animales también se dan atracones, especialmente porque se ha visto que estos cambios se mantienen en el tiempo, mucho más de lo que dura la dieta. Del mismo modo, las personas que hacen dieta durante períodos prolongados tienen una probabilidad mayor de comer por razones emocionales o simplemente porque hay comida disponible. También todos estamos tentados por anuncios de comida, ofertas de comida y sistemas como bufés libres. Cuando las personas que han estado luchando contra las ganas de comer alcanzan el objetivo deseado o, simplemente, se les acaba la fuerza de voluntad, tienden a comer de más, yendo de vuelta al sobrepeso. Incluso las personas que entienden la dificultad de perder peso en el largo plazo hacen dieta porque están preocupadas con los problemas de salud tales como la diabetes y las enfermedades cardiovasculares. Sin embargo, la obesidad no es el más preocupante de los riesgos. Fumar, el mal estado físico, la hipertensión, los bajos ingresos y la soledad son mejores predictores de una muerte temprana que la obesidad. El ejercicio es especialmente importante. El poco ejercicio físico se considera responsable de un 16-17% de las muertes mientras que la obesidad, descontado el efecto del ejercicio, lo sería de tan solo el 2 o 3%. Esto sugiere que las personas con sobrepeso se deben centrar más en aumentar el ejercicio que realizan que en disminuir las calorías que consumen La pregunta clave es, si las dietas no funcionan, entonces ¿qué podemos hacer? La propuesta actual es comer con cabeza, es decir, escuchar a nuestro cerebro: prestar atención a las señales de hambre, y entonces comer algo sano como verduras o fruta, evitando el subidón de los dulces. Prestar atención a la sensación de saciedad, no seguir comiendo aunque haya comida delante si tu cerebro te dice que ya está bien. Evitar las sensaciones de culpa, redirigir la fuerza de voluntad destinada a hacer dieta a otros hábitos como el ejercicio y preocuparse menos de la comida y el peso. Hay muchas cosas que no sabemos: por qué la obesidad hace que haya mayor riesgo de tener una diabetes, por qué la cirugía bariátrica funciona en muchos casos y las dietas, no. En resumen, el objetivo no es una dieta a corto plazo sino un cambio de estilo de vida a largo. Para leer más:
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