lunes, 15 de diciembre de 2014

Otra forma de educar

Otra forma de educar

Otra forma de educar

No nos engañemos. Los profesores no enseñamos. Nos limitamos a cumplir con las programaciones oficiales, elaboradas desde un lejano despacho tan inaccesible como la fortaleza de El desierto de los tártaros (Dino Buzzati, 1940), donde se mantiene a raya al mundo real con una mezcla de apatía, burocracia e intolerancia. Al poner una nota, no puedo evitar la sensación de haber accionado la palanca que libera el mecanismo de una guillotina. Mientras el bolígrafo escribe un número que oscila entre el éxito o el fracaso, la excelencia o la exclusión, escucho el silbido del negro cartabón cayendo sobre un cuello adolescente, que se estremece como el desdichado Isaac, mientras su padre Abraham se disponía a obedecer el mandato divino.

Los profesores no enseñamos. Nuestro trabajo consiste en controlar, depurar, adocenar, matar la creatividad y el espíritu crítico, fomentar el conformismo y el analfabetismo político. Los profesores somos un mecanismo perverso que se ocupa de preparar el escenario a la explotación capitalista, hambrienta de trabajadores sin criterio, opinión, afán de libertad o capacidad de discrepar. Se habla constantemente de los problemas de convivencia y la indisciplina en el aula, pero después de casi veinte años de experiencia docente puedo asegurar que se exagera de una forma grotesca y obscena. Los medios de comunicación ofrecen una imagen de la escuela pública deliberadamente falsa. Hay conflictos, por supuesto, pero los estudiantes no se comportan mucho peor que los jóvenes de otras épocas. Robert Musil nos ofreció un relato estremecedor de un internado militar durante los años de esplendor del Imperio-Austrohúngaro. Las tribulaciones del estudiante Törles(1906) sitúan al protagonista en un entorno de violencia, sadismo, amoralidad, crueldad y arbitrariedad. Yo crecí en la escuela franquista, con los retratos de José Antonio y el general Franco escoltando a un crucifijo. Algunos de mis profesores eran excombatientes de la División Azul o africanistas que había participado en los primeros meses de la guerra civil, plenamente convencidos de la necesidad de exterminar a la anti-España y con algunas muertes sobre una conciencia que nos les recriminaba nada.
En el Fray Luis de León, colegio de Padres Reparadores situado en el centro de Madrid, donde yo perdí casi doce años de mi vida, aguantando vejaciones, desprecios, humillaciones verbales y castigos perversos (capones propinados con la anilla de un llavero, enérgicos golpes en la punta de los dedos con una regla de madera, tirones de orejas que anulaban el efecto de la ley de la gravedad), no existía la solidaridad ni el compañerismo. La brutalidad de los profesores y los curas se reproducía con una inquietante simetría en las relaciones entre los alumnos, donde prevalecía la ley del más fuerte y el desprecio por el sufrimiento ajeno. Mario Vargas Llosa experimentó algo semejante en el colegio militar Leoncio Prado. La ciudad y los perros (1962) nos habla de abusos sexuales, zoofilia, corrupción y malos tratos. En la España actual, ya no se producen esas aberraciones. Salvo la zoofilia, yo transité por infamias parecidas a las que relató el cadete Vargas Llosa, que incluyeron violentas peleas en el patio, un machismo hediondo que propiciaba un tráfico incesante de revistas eróticas (aún no había llegado la pornografía) y un hermano enfermero que te bajaba los pantalones con el pretexto de explorar las ingles en busca de ganglios infartados, mientras protestabas, recordándole que sólo te dolía la garganta. Algunos dirán que hemos pasado al extremo opuesto. Ahora proliferan los alumnos con tendencias psicópatas que pegan a los profesores. Pues no. No es cierto. Los chicos a veces alborotan, se quejan, bostezan o sueltan alguna chorrada. Tienen quince, dieciséis años. No lo olvidemos, pero no son las huestes de Alarico saqueando Roma. Probablemente son mejores que nosotros a su edad.
Yo no creo que las notas reflejen nada importante, salvo la adaptación del estudiante a un sistema que le obliga a permanecer sentado seis horas al día frente a una pizarra, donde perora sin tregua un adulto que encadena un dato tras otro. No me cuesta trabajo reconocer que si –por algún malabarismo espacio-temporal- regresara a la adolescencia y tuviera que soportar de nuevo las tediosas lecciones magistrales, donde no hay espacio para la participación ni el debate, pensaría seriamente en la posibilidad de adquirir un AK-47 para sumergirme en dudas hamletianas, preguntándome si era más sensato provocar una masacre o utilizarlo contra mí mismo. Los estudiantes que aplacan sus fantasías homicidas y se resignan a estudiar el objeto directo, los afluentes del Danubio y las operaciones con quebrados desembocan en el último curso de bachillerato con una actitud pasiva que recuerda a los esclavos africanos de las plantaciones de algodón. Han aprendido a trabajar sin manifestar ninguna emoción, salvo el deseo de mantener contento al capataz, que en este caso no esgrime un látigo de piel de rinoceronte, sino una tiza que resbala por un panel vertical. La aparición de las nuevas tecnologías tiende a sustituir la pizarra tradicional por otra digital, pero el cambio de formato no altera nada esencial.
Los estudiantes memorizan que Jartum es la capital de Sudán, pero raramente escuchan hablar del genocidio de Darfur. Saben que Sarajevo es la capital de Bosnia-Herzogovina, pero ignoran que en la localidad de Srebrenica se cometió el último caso de limpieza étnica (8.000 musulmanes fusilados) de la historia de Europa. Si les preguntas donde está Ruanda, es posible que localicen el emplazamiento en el mapa de África, pero no tienen muy claro lo que sucedió allí. Si les explicas que en 1994 se desató una matanza de tutsis y hutus moderados que se cobró 800.000 vidas en un mes, abren la boca estupefactos como si les explicaras por primera vez la rotación de la tierra sobre su eje. José Luis Sampedro ha repetido muchas veces que el sistema educativo español necesitaría una reforma urgente: menos contenidos, más debates, trabajar para la integración y no para la exclusión.
El cometido de un profesor no es calificar, sino ayudar a que cada chaval saque lo mejor de sí mismo. No se puede enviar a un adolescente o un niño el mensaje de que no valen para nada. En España, un 30% de los alumnos no obtienen el título de secundaria. Indudablemente, la culpa es del modelo educativo. Hace poco, uno de mis compañeros encargó realizar un cómic a los chicos de un curso con notas catastróficas. De repente, todo cambió. Todos trabajaron con ilusión, esforzándose al máximo. El resultado fue notable: historietas llenas de imaginación, diálogos ingeniosos, deliciosas parodias. Después regresaron a su desidia habitual. Los creadores de South Park fueron alumnos mediocres, a los que sus profesores auguraron un porvenir incierto. La lista de escritores con malas notas es abrumadora: Tolstoi, Dostoievski, Thomas Mann, William Faulkner, Flaubert, Dario Fo, Saramago, García Márquez, Álvaro Mutis, Rafael Sánchez Ferlosio. Shakespeare sabía poco latín y menos griego y la formación de Cervantes era aún más endeble.
Por el contrario, Manuel Fraga Iribarne ha obtenido unas calificaciones extraordinarias y Rudolf Hoess, comandante de Auschwitz, fue un alumno aplicado y responsable. Hace poco, Michael Haneke planteó en La cinta blanca (2009) que la educación represiva empleada con varias generaciones de alemanes, austriacos y centroeuropeos propició la mentalidad que puso en marcha el Holocausto. El 15-M ha sido una explosión de malestar que puede disolverse como la espuma de una ola, sin dejar ni rastro, salvo una avalancha de artículos y ensayos sobre el fenómeno. Creo que este movimiento debería vincularse a la izquierda, sin repudiar la acción política. El capitalismo ha logrado que abominemos del socialismo, propagando la idea de que la libertad y la prosperidad sólo brotan de la economía de mercado. Otro mundo es posible, sí, pero el primer paso debe consistir en reformar la educación. No lo harán los políticos. Tendrán que hacerlo los profesores, los maestros. Si no aceptan ese reto, el futuro no se mostrará muy indulgente con ellos. Otra forma de enseñar alumbraría un mundo donde el ser humano podría soñar con ser algo más que capital variable sujeto a las oscilaciones del mercado.
Por RAFAEL NARBONA. Profesor de filosofía de la Comunidad de Madrid, escritor y crítico literario. Ha publicado Miedo de ser dos en Minobitia, un libro parcialmente autobiográfico sobre el trastorno bipolar. Puedes comprarlo en www.minobitia.es

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