Yelmo veneciano
Hay días en los que da la impresión de que la educación se convirtió en una profesión de riesgo, en los que una no sabe bien cómo mantener la compostura ante lo que se está viendo escuchando. En toda la literatura pedagógica actual se habla de la importancia de la relación con las familias, pero hay veces en las que dan ganas de levantar una barrera, poner un casco y evitar todo contacto. Sé que esto le hará rasgarse las vestiduras a más de uno o de una (especialmente a los teóricos de la educación o los que no están a pie de obra). Sé que cuándo enfríe volveré a creer en los beneficios de esa fluidez en el trato. Pero también hay que decir que no siempre es fácil y que tenemos que esforzarnos mucho, muchísimo, por mantener una mirada bondadosa.
Nuestro oficio tiene una cara muy bonita -la que se vende y vendemos-, pero también un lado no tan bonito, que siempre prefiere ocultarse evitando que salga en la foto. Esa parte es la que sólo aflora en las reuniones con compañeros de confianza que pueden entender nuestra frustración, ya que al resto de la sociedad le podrían parecer lamentos exagerados de quien no tiene otras preocupaciones.
Cada familia es un mundo con unas expectativas y con unas exigencias distintas sobre lo que espera de la escuela y de los maestros. Y aquí es cuando digo que esto no es como un negocio en el que el cliente siempre tiene la razón. No, las familias no tienen siempre la razón, y nuestro deber es manifestarlo si sabemos que eso afectará a la educación de sus hijos/as. Y ahí es donde puede surgir el conflicto. Se pueden tomar dos opciones: pasar y pensar que el problema es de ellos (esta es la menos arriesgada), o exponer nuestra opinión contraria (esta es la más arriesgada), exponiéndonos a protestas ante nuestros órganos superiores. Y aquí es donde uno/una se define; donde nos la jugamos por la profesión y por el compromiso con la educación de las nuevas generaciones.
No conozco ninguna publicación, informe o investigación que verse sobre la dificultad de la relación con las familias. Hay millares sobre iniciativas fantásticas y las bondades de la colaboración, pero se ocultan bajo la alfombra esas piedras en el zapato con las que todos/as nos sentimos molestos o nos dañamos en alguna ocasión. Pues miren, ni todo es blanco ni todo es negro. Ni todos los padres vienen a la escuela con actitud prepotente ni todos son potenciales fuentes de aprendizaje. Hay algunos que cuando tenemos tutoría con ellos ya sabemos que saldremos de mal humor. Problema de química? No. Desajuste entre sus demandas y la oferta de la escuela. Concepciones erróneas del servicio que prestamos.
En esta nuestra sociedad actual se pervirtió hasta tal punto la función de la escuela que esto da lugar a que se le pida lo que no está en las manos ni en las competencias de los docentes. Apunto algunas posibilidades y ustedes dirán:
-¿Es nuestro deber saber sobre las condiciones particulares de cada convenio regulador de las responsabilidades de los progenitores en caso de separación de la pareja, poniendo especial cuidado en que ninguno de ellos se sienta desplazado/molesto/importunado?
-¿Tenemos el deber de rebatir las opiniones de todos los pseudoexpertos que aconsejan a los padres/madres dando diagnósticos de hiperactividad, altas capacidades, síndromes varios, como justificación a la manifiesta falta de normas/orden/serenidad de los niños/as, cuando nosotros somos conscientes de que eso tiene un origen que los padres se niegan a admitir?
-¿Qué hacer cuando los padres/madres nos reprochan que sus hijos/as se contagian de piojos en la escuela, exigiéndonos alguna actuación contundente para impedirlo?
-¿Es nuestro deber mantener una postura ecuánime cuando sabemos que un padre y una madre colocan al hijo/a en el centro de sus discrepancias de pareja?
Son tan sólo cuatro ejemplos, de las docenas de ellos que podríamos apuntar, ante los cuales no podemos ser imparciales, neutrales o ser meros observadores. Muestras de casos en los que nos vemos abocados a posicionarnos llevándole la contraria a la familia.
Que nadie me venga ahora con discursos sobre la asertividad, la empatía o sobre habilidades sociales y comunicativas. No los quiero escuchar, porque soy de las que piensan que, a veces, hay que decir las cosas sin paños calientes y sin anestesia, ya que esto puede aturdir y hacer confuso el mensaje. Hay ocasiones en las que es preciso llamar a las cosas por su nombre, claro, firme y con todas las letras. Cueste lo que cueste.
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