UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 29 Jan 2014 02:55 PM PST
El final de la II Guerra Mundial estaba próximo. El Ejército Rojo avanzaba hacia Berlín realizando lo que el historiador Antony Beevor ha calificado como “el mayor fenómeno de violaciones en masa de la Historia” mientras los Aliados atacaban al Reich desde Francia, Italia y Bélgica, habiendo conseguido liberar el sur de Holanda. Fue
entonces cuando Montgomery convenció a Eisenhower de la necesidad de poner en marcha la Operación Market Garden, es decir, en hacerse con el control de los puentes que cruzaban el Rin y cercar la zona industrial del Ruhr. Como nos cuenta la película “Un puente lejano” (Richard Attenborough,1977), la mayor operación militar aerotransportada hasta aquel momento terminó en un fracaso y el objetivo de los Aliados, ganar la guerra para la Navidad de 1944, no fue posible. Con objeto de entorpecer los movimientos de tropas y pertrechos alemanes, el gobierno holandés en el exilio hizo una llamada a sus compatriotas para detener la red de trenes y los ferroviarios, valientes siempre, lo hicieron. Los ocupantes alemanes, en represalia, prohibieron el transporte de alimentos y combustible en la parte occidental de los Países Bajos. Con las cosechas afectadas por el conflicto bélico y los almacenes y silos vacíos por las requisas de los contendientes, los alimentos no tardaron en escasear. Cuando el embargo fue parcialmente levantado, a comienzos de noviembre, un invierno especialmente duro se había instalado, congelando los canales e impidiendo el tráfico de barcazas. El hambre se extendió como un incendio. Para finales de ese mes, las raciones diarias de los holandeses adultos habían caído a 1.000 calorías, lejos de la cantidad recomendada de 2.500-3.000 para hombres y 2.000-2.500 para mujeres, y en febrero de 1945 habían descendido hasta las 580 calorías. La gente comía los bulbos de los tulipanes y quemaba los muebles y las puertas de sus habitaciones para tener algo con que calentarse. Fueron unos meses terribles que se conocen como el Hongerwinter, “el invierno del hambre”. Se calcula que al menos 20.000 personas murieron de hambre, un caso único en un país avanzado, educado y moderno. Siempre hemos diferenciado claramente entre evolución cultural y evolución biológica. La primera es rápida, aumenta con la experiencia y el aprendizaje, crece exponencialmente y en ninguna especie es tan intensa y tan potente como en los humanos. La evolución biológica, por contra, es lenta, aumenta con las mutaciones y la exposición a circunstancias cambiantes, crece aritméticamente y los seres humanos somos una especie más, con condicionamientos parecidos a los otros mamíferos con distribución amplia, salvo en lo que respecta a nuestra reciente capacidad de trastear con nuestros propios genes. La evolución cultural se fundamenta en la comunicación, ya sea en la familia, el aula o los medios de comunicación, y aquí incluyo desde un grafiti en la puerta de un retrete a una enciclopedia en Internet. La evolución biológica, por su parte, se basa en el ADN, largas moléculas que contienen los genes combinados de nuestros progenitores, y que se heredan de generación en generación. La separación entre evolución cultural y biológica, por tanto, parecía nítida, pero un estudio publicado en 2014 en Nature Neuroscience ha visto algo totalmente inesperado e impactante. Según este artículo, los ratones pueden transmitir biológicamente una memoria traumática a su descendencia. Ni más ni menos. Y si es cierto, que hay algunas dudas, se trataría de uno de los descubrimientos más importantes de la década. Lo primero que hicieron los investigadores fue condicionar a unos ratones macho. Para ello se les exponía a una sustancia con un olor característico, la acetofenona, y al mismo tiempo se les daba una descarga eléctrica. Al cabo de un tiempo, bastaba con poner en la cámara una gota de acetofenona para que se quedasen inmóviles y temblando, esperando el calambrazo acostumbrado.Lo llamativo de este estudio es que la descendencia de esos ratones, que nunca habían estado expuestos al olor antes del momento en que les tocó a ellos pasar la prueba, mostraban un aumento de la respuesta a este olor, temblando de una forma clara en comparación con los descendientes de otros ratones que habían sido condicionados para un olor diferente u otros que no habían sido sujetos a ningún condicionamiento. La ciencia es extraordinaria en su forma de buscar la verdad. Si eliminas las distintas opciones, lo que quede, aunque parezca poco probable, debe ser cierto. Podemos pensar ¿y si la madre advierte de algún modo a sus crías: “ratoncitos, tened cuidado cuando huela a cereza y almendra –dicen que la acetofenona huele así— porque os van a dar un chispazo como a vuestro padre”. Para poner a prueba esta posibilidad los investigadores realizaron distintas variaciones, como cambiarle la madre a las crías (sí, lo sé, los investigadores somos unos canallas con los ratones). Resulta que el ratoncillo criado por una madre distinta, que nunca ha estado en contacto con la acetofenona ni con el padre condicionado, muestra ese mismo aumento en la sensibilidad a este olor, eliminándose por tanto la posibilidad de una transmisión “cultural”. Ahora bien, ¿y si el padre transmitía la información de alguna manera que no fuera mediante el ADN de sus espermatozoides, por ejemplo después de tener relaciones sexuales con la madre le contaba —mientras fumaban un cigarrillo quizá— lo difícil que había sido su vida trabajando en un laboratorio y recibiendo chispazos cada dos por tres? Para contrastar esta posibilidad, los investigadores fecundaron a la madre in vitro con el esperma de esos ratones machos sensibilizados a la acetofenona y comprobaron que el resultado era similar, pese a que no hubiera existido contacto directo padre-madre ¿Funcionaba también si el animal que sufría la experiencia traumática era la madre? Sí, también sucedía. Y si era una modificación genética ¿se mantendría en la siguiente generación? Sí, la tercera generación de ratones, los nietos de los que sufrieron esa experiencia traumática, también heredaban esta reacción específica acetofenona. ¿Y si la respuesta era debida no a algo específico –la acetofenona— sino a algo más general como el estrés del padre? La respuesta a este supuesto fue también negativa, pues ratones cuyos padres habían sufrido el mismo condicionamiento ante un olor distinto (el del propanol), y que por tanto habían sufrido los mismos calambrazos y el mismo nivel de estrés, permanecían indiferentes cuando eran expuestos a la acetofenona. Los investigadores estudiaron también el sistema nervioso de los ratones descendientes de los condicionados y de los controles, es decir, de aquellos que no han sido sometidos a las pruebas. La acetofenona es registrada por un tipo de neurona receptora olfatoria, la M71, que a su vez tiene su proteína receptora codificada por el gen Olfr151. Encontraron que el grupo experimental tenía más moléculas receptoras y más neuronas receptoras olfatorias para la acetofenona y que confluían en glomérulos olfatorios más grandes en las zonas dorsales y mediales del bulbo olfatorio, en comparación con los controles. Esta puede ser la base anatómica para el aumento de la sensibilidad olfatoria observado en los test de comportamiento. Brian G. Dias y Kerry Ressler han sugerido que determinados cambios epigenéticos, es decir, determinadas modificaciones químicas en el ADN que modulan la expresión de los genes, podrían ser los responsables de la permanencia de estas memorias a través de generaciones. Las metilaciones son una de las principales vías de la modificación de la expresión génica. La citosina puede ser metilada formándose 5-metilcitosina y eso hace que el gen se inactive. De hecho, el gen para el Olfr151 estaba hipometilado en el esperma de los ratones que fueron condicionados a la acetofenona y no en los que lo fueron a otro olor. Menor metilación implica mayor transcripción. Estudiando un gen diferente como control, Olfr6, no mostraba cambios. Es interesante que el mismo patrón de hipometilación también se veía en los F1, en los hijos de los ratones condicionados. De momento no se sabe nada sobre la base biológica de este proceso. Nadie entiende cómo algo así puede darse, cómo pasaría una información cerebral (que es donde se forma esa memoria traumática) a las células germinales (espermatozoides u óvulos) para formar la siguiente generación y “advertirles” de lo que ha pasado. Los espermatozoides expresan proteínas similares a los receptores olfatorios y algunos odorantes, las moléculas que generan la sensación olfativa, son capaces de alcanzar el sistema circulatorio pero más allá de esto no hay nada conocido. Otro posible jugador son los microARN, pequeños fragmentos de ARN transportados por la sangre y que pueden modular la expresión génica, aunque no sabríamos explicar cómo. Las respuestas de la comunidad científica a los resultados de este estudio han sido extremas. En una cadena de trinos de Twitter había desde un “Crazy Lamarckian shit” (@virginiahughes) que podríamos traducir como “estúpida mierda lamarckiana” a “awe-inspiring biology” (@WiringTheBrain) que equivaldría a “biología que te deja con la boca abierta”. En general, el estudio es considerado sólido por muchos expertos, pero otros investigadores son enormemente escépticos. El Dr. Gregory Cochran escribía: “No me creo ni una palabra. Requeriría de un mecanismo que recogiera los estados epigenéticos de los genes en el cerebro, enviase esa información a los testículos y de alguna manera la grabara en las células precursoras de la línea geminal” . Timothy Bestor, un biólogo molecular de Columbia University en Nueva York que estudia modificaciones epigenéticas, no está de acuerdo con el artículo. La mayoría de los genes que son modulados por metilación tienen estas modificaciones en una región llamada el promotor, que precede a la región codificante en la secuencia del ADN pero el gen Olfr1, el que codifica la proteína que detecta a la acetofenona, no contiene nucleótidos en esta región que puedan ser metilados. Bestor dice que las afirmaciones que se hacen en este artículo son tan extremas que en cierta manera violan el principio de que afirmaciones extraordinarias requieren pruebas extraordinarias. Sin embargo hay otras regiones génicas de posible metilación, lo que se ha llamado el metiloma, que está situado fuera de los promotores, incluido lo que se ha llamado las costas intergénicas CpG y las islas CpG intragénicas y que pueden ser finalmente más importantes para regular la variación fenotípica. Tracy Bale, una neurocientífica de la Universidad de Pensilvania asegura que “me pone bastante nerviosa pensar que nuestras células germinales puedan ser tan plásticas y dinámicas en respuesta a cambios en el ambiente”. Ha habido también críticas a la estadística del estudio. El número de padres originales (F0) no se da en el artículo y hay mucha variabilidad en la expresión de receptores olfatorios, tendencias que pueden ser hereditarias. Si el número de padres usados es bajo y los que se condicionaron con acetofenona eran, por casualidad, los que tienen mayor expresión de M71, todo el estudio podría estar desvirtuado. También se ha dicho que puesto que no hicieron la experiencia del olor sin la descarga eléctrica es posible que lo que se esté transmitiendo sea una sensibilidad olfativa y no el recuerdo de una experiencia traumática. Como decía al comienzo, si esta investigación se confirma puede ser el artículo más importante de la década. Implicaría que sería posible pasar el resultado de la experiencia vital a nuestros hijos y nietos por vía bilógica y no solo cultural, que los mamíferos tendríamos la oportunidad de primar genéticamente a las siguientes generaciones según nuestra experiencia y que a la evolución darwinista habría que sumarle un poco de lamarckismo, la desacreditada doctrina que sugería que un organismo podía transmitir a su descendencia características adquiridas durante su existencia, la llamada heredabilidad de los caracteres adquiridos. Tenemos cada vez más evidencias de que las condiciones del ambiente en la infancia modifican de forma persistente el epigenoma y pueden influir sobre la salud y la esperanza de vida. Otros estudios han mostrado que los genes pueden expresarse o no dependiendo de si los niños viven en hogares ricos o pobres, incluyendo trastornos mentales como la psicosis, el trastorno bipolar o la esquizofrenia. La epigenética puede ser imprescindible para entender lo que sucede en las poblaciones humanas y podría explicar al menos en parte algunos problemas de salud (adicciones, ansiedad, depresión) que son endémicas en las poblaciones marginales. ¿Y a estas alturas se preguntará qué tiene todo esto que ver con el Hongerwinter holandés? Pues bien, los niños que fueron concebidos en la hambruna de 1944-1945 han tenido, a lo largo de la vida, más diabetes, más obesidad, más enfermedades cardiovasculares, microalbuminuria y otros problemas de salud que los que nacieron antes o después, y también que los que nacieron en otras zonas cercanas, donde no hubo esa terrible escasez de alimentos. Audrey Hepburn, que vivió su infancia en Holanda durante el Hongerwinter, sufrió de anemia, problemas respiratorios y edema. En su vida adulta tuvo una depresión crónica que ha sido relacionada con aquella época terrible de su niñez. Como es esperable, los hijos de las mujeres que estaban embarazadas durante la hambruna nacieron más pequeños pero lo que resultó inesperado fue que cuando maduraron y tuvieron hijos a su vez, sus descendientes también resultaron ser más pequeños que la media. Se cree que debió haber cambios epigenéticos que se transmitieron a la descendencia. Si el artículo de Nature Neuroscience se confirma apoyaría estas teorías y abriría la puerta a la sorprendente idea de que las experiencias de nuestros padres nos siguen enseñando, no solo culturalmente sino también biológicamente, en las siguientes generaciones. Para leer más:
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