UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 08 May 2015 02:35 AM PDT
El ejército alemán consideraba a George S. Patton (1885-1945) el más temible de los generales americanos. Comandó el Séptimo Ejército en el Mediterráneo y el sur de Europa pero es conocido especialmente por su liderazgo del Tercer Ejército en Francia y Alemania, tras el desembarco de Normandía, donde se movía más rápido de lo que sus propios superiores creían. Para la toma de Trier, le dijeron que esperase a reunir cuatro divisiones y contestó que ya lo había tomado con dos, que qué hacía, que si lo devolvía a los alemanes.
Patton provenía de una familia de militares, se formó en la academia de West Point, participó en las Olimpiadas de 1912 —en la disciplina de pentatlón— y peleó en la expedición de castigo contra el ejército de Pancho Villa en 1916, una de las primeras veces que se usaron vehículos a motor con fines bélicos. A continuación se incorporó al recién formado Cuerpo de Tanques de los Estados Unidos, comandando una escuela de tanquistas en Francia en la I Guerra Mundial antes de ser herido al final de la contienda. Patton era un líder carismático, ansioso de gloria y además fue siempre un excelente propagandista de sí mismo. Las insignias de su jeep eran más grandes de lo normal y llevaba un claxon que se oía a kilómetros como si retara al enemigo a que intentara atraparle o dispararle. Sus revólveres con cachas de marfil hacían pensar en los héroes del Oeste, conducía a sus carros de combate desde primera línea y eran famosos sus discursos, llenos de tacos y que encantaban a sus hombres. Suya es la famosa frase antes del desembarco de Normandía: «Ningún hijo de puta ha ganado nunca una guerra muriendo por su país. La ganas haciendo que el otro pobre desgraciado imbécil muera por el suyo». A comienzos de agosto de 1943 Patton tuvo un incidente que marcaría su carrera militar. Visitando a los enfermos que habían participado en la campaña de Sicilia, entró en una tienda-hospital donde además de las camas ocupadas por heridos había un soldado sentado en un taburete, Charles Kuhl. Patton le preguntó que donde estaba herido y Kuhl encogió los hombros y respondió que más que herido estaba «nervioso», añadiendo «creo que no puedo soportarlo». Patton se incendió, le abofeteó con sus guantes, le llamó cobarde, le agarró del cuello de la camisa y le arrastró fuera de la tienda, dándole finalmente una patada en el culo. Gritando «no admitan a este hijo de puta», Patton ordenó que fuera inmediatamente enviado de vuelta al frente, añadiendo «¿Me oyes, cabrón sin huevos? Te vas de vuelta al frente». Unos soldados recogieron a Kuhl y le llevaron a otra tienda donde vieron que tenía 39º de fiebre por la malaria. Una semana más tarde, Patton tuvo otro altercado similar con otro soldado llamado Paul G. Bennett, de 21 años. Su historia clínica indicaba que «no podía dormir y estaba nervioso». Había sido trasladado al hospital con fiebre, deshidratación, fatiga, confusión y desorientación. Su petición de reincorporarse a su unidad fue rechazada por los médicos. Cuando Patton entró en el barracón estaba acurrucado y tiritando. Le preguntó que qué le pasaba y Bennet respondió «son mis nervios, no puedo aguantar más las bombas». Patton, lleno de rabia le abofeteó y empezó a gritar «tus nervios, infiernos, eres solamente un maldito cobarde. Cierra la boca y deja ese maldito llanto. No voy a tener a estos hombres valientes que han sido heridos de bala viendo a este cabrón gallina sentado aquí llorando». Patton al parecer le volvió a golpear y ordenó al oficial del dispensario que le echara. A continuación le amenazó: «Vas a volver al frente y puede que te disparen y te maten, pero vas a luchar. Y si no lo haces, te pondré contra una pared y haré que un pelotón de fusilamiento te dispare a propósito. De hecho, debería dispararte yo mismo, maldito cobarde llorica». Diciendo esto, Patton sacó su pistola haciendo que el jefe del hospital, el coronel Donald E. Currier se tuviera que interponer entre los dos. Patton se marchó de la tienda, gritando a los médicos y se fue diciendo al coronel «No lo puedo evitar, me hierve la sangre pensar en un bastardo gallina tratado como un bebé. No quiero a esos bastardos cobardes alrededor. Probablemente tendremos que fusilarlos de cualquier manera o criaremos una raza de retrasados». Cuando la historia se comentó y se supo que los hombres estaban realmente enfermos, el comandante en Jefe Dwight Eisenhower ordenó a Patton que se disculpara con ellos y con los médicos. Finalmente llegó a oídos de la prensa que lo publicó en Estados Unidos lo que causó unos comentarios agrios incluso de congresistas y generales retirados como Pershing. Eisenhower retiró a Patton del mando y le escribió una carta directa y dura:
Entiendo claramente que medidas drásticas y firmes son a veces necesarias para asegurar los objetivos deseados. Pero eso no excusa la brutalidad, abusar de unos enfermos ni exhibir un temperamento fuera de control delante de subordinados… Considero que los servicios personales que has prestado a los Estados Unidos y a la causa de los Aliados durante las pasadas semanas son de un valor incalculable, pero no obstante si hay un elemento considerable de verdad en las alegaciones que acompañan esta carta, debo seriamente cuestionar tu buen juicio y tu autodisciplina hasta generar serias dudas en mi mente sobre tu utilidad futura.
Eisenhower no hizo un registro formal del incidente en el expediente de Patton pero le insistió en que debía disculparse. Éste mandó llamar a los dos soldados y lo hizo, aunque a regañadientes y luego criticó a su superior «es una muestra de como está la justicia cuando un comandante del ejército tiene que dar jabón a un emboscado para aplacar la timidez de aquellos que están por encima». Cuando lo sucedido se supo entre los soldados del Séptimo Ejército, Patton fue a cada una de sus divisiones dando un discurso de quince minutos, elogiando el comportamiento de las tropas y pidiendo disculpas si había sido muy duro con ellos. En la Tercera División, Patton se emocionó cuando sus hombres empezaron a cantar «No, general, no, no» para que no se disculpara.No sabemos por qué a veces nuestro cerebro nos dicta ser un valiente y otras a actuar con cobardía. Ante la misma amenaza, unos se preparan para luchar y otros para huir. La adrenalina es un elemento clave, aumentando el flujo sanguíneo en el cuerpo y haciendo que el cerebro se focalice en ese riesgo concreto. El cortisol, esa hormona que se produce en respuesta al estrés, parece intervenir también y sería la responsable de generar cierto torpor, eso que oímos a veces de «quedarse paralizado sin saber reaccionar». El sistema es flexible y automático: el miedo intenso genera que la región de las funciones superiores, la corteza cerebral, se desenchufe, no sentimos compasión ni hacemos pensamientos elaborados. Las partes más primitivas del cerebro toman el mando, el único interés es tan solo sobrevivir y esto nos hace funcionar con el piloto automático puesto, con respuestas casi instintivas, muy rápidas. Pero incluso con esos tiempos de respuesta mínimos, el cerebro organiza bien las cosas. David Barldwin ha visto que si eres un valiente y vas a luchar, el sistema nervioso ordena la llegada de sangre a la mandíbula y los brazos, algo que debe ser un recuerdo de cuando nuestra supervivencia dependía de morder y golpear. Si tu camino es la huida, en cambio, la sangre es enviada a las piernas. Una tercera opción ocasional es el colapso. Si a alguien le ataca un oso y del miedo se desmaya, el animal pueden pensar que estás muerto, tu carne en mal estado e irse a cazar algo más prometedor. De hecho, la inmovilidad no requiere demasiado procesamiento sináptico y es a veces el recurso más eficaz pero lo más normal es el «fight or flight», pelea o huye. Hay quien se plantea que porqué es así, porqué la evolución no ha escogido la que sea la mejor respuesta, luchar o huir o desmayarse, porque no todos somos todos unos «echaos palante» como Patton o unos cobardes como los soldados que lloraban pensando en tener que volver al frente. Probablemente, porque no hay una respuesta mejor, porque es posible que los valientes tengan más éxito reproductivo, supuestamente las mujeres se derriten por los valientes, pero también es cierto que los cementerios están llenos de ellos. Evidentemente, el tema de la valentía y la cobardía tiene también que ver con la personalidad, con nuestro miedo al dolor y a la muerte y con el miedo a veces mayor al rechazo social. Ni siquiera ahí hay una respuesta «mejor». Los experimentos también nos indican la influencia de la educación. Si se cogen ratoncitos recién destetados y se exponen a un macho agresivo cada día durante diez minutos, dos meses después, cuando son adultos, son mucho más agresivos y proclives al enfrentamiento y a la violencia. Hay también un componente social. El grupo puede rechazar al cobarde porque no defiende al resto del equipo pero el valiente también mete a los demás en situaciones de riesgo con mucha mayor frecuencia. Son siempre equilibrios, tanto grupales como individuales, tienes menos riesgo si no eres tú el que vas el primero a clavar la lanza en el mamut pero si no hay suficiente comida no será fácil para nadie procrear y esparcir los genes en las siguientes generaciones. Hay quien dice que solo puede haber cobardes si existen unos valientes detrás de los que esconderse y en realidad, parece que lo mejor para una sociedad es la diversidad, que el grupo incluya cobardes y valientes, unos preparados para luchar y otros que sobrevivan si las cosas vienen mal dadas aunque sea a costa de haberse escondido temblando. Las diferencias entre cobardes y valientes tienen evidentemente un sustrato cerebral. Hay un caso muy bien estudiado, el de una mujer cuyas iniciales son SM. Esta mujer tenía daño bilateral en la amígdala, una región del sistema límbico que interviene en el miedo. Los niños con mayores niveles de ansiedad suelen tener amígdalas de mayor tamaño y conexiones más intensas entre la amígdala y las regiones cerebrales encargadas de la atención, la percepción de las emociones y su regulación. Los investigadores pusieron a SM frente a serpientes, frente a arañas, la dieron un tour por una casa embrujada y le mostraron películas de esas que ponen los pelos de punta. Nada pareció afectarla. Tampoco tuvo miedo en sucesos que le pasaron a lo largo de la vida como cuando le atracaron a punta de pistola, o en otra ocasión cuando le amenazaron con una navaja o en una tercera cuando casi muere en un accidente doméstico. Sin embargo, en otro experimento en el que la expusieron a vapores de hielo seco, una forma de aspirar CO2 que genera sensación de asfixia, su respuesta fue un brutal ataque de pánico. Esta respuesta que era incluso excesiva, sugiere que la amígdala no debe ser la única zona cerebral que procese el miedo. Un buen candidato es el hipotálamo porque cuando esta región cerebral es bloqueada en ratones, pierden también las respuestas inducidas por el miedo. Patton, que había tomado parte en numerosas batallas contra los alemanes fue gravemente herido, por esas ironías de la vida, en un accidente de tráfico en una carretera alemana en diciembre de 1945, cuando la guerra había terminado e iba a cazar faisanes. Paralizado del cuello para abajo murió doce días después y fue enterrado, tal como él pidió, junto a sus hombres del Tercer Ejército. Para leer más:
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