UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 16 Sep 2014 12:56 PM PDT
Mis estudiantes celebran la festividad de san Alberto Magno bebiéndose la cosecha de La Rioja envenenada con Coca-Cola y otros atentados a la razón y al pudor que la prudencia me impide relatar. Pero creo que si supieran un poco más de este miembro de la Orden de Predicadores, este fraile dominico que llegó a obispo de Ratisbona, fue responsable de la provincia alemana de su orden y doctor de la Iglesia, les caería bien. Era curioso, sensato, un buen administrador, un apasionado de la naturaleza, un enamorado de la amistad, un hombre bueno y un gran andarín.
Albertus Teutonicus nació en una época, la baja Edad Media, en la que el saber parece atravesar un paréntesis oscuro entre las intuiciones geniales de los primitivos griegos y romanos y el nacimiento de la verdadera ciencia con el Renacimiento. Ingresó en la orden fundada por Santo Domingo, un monje burgalés, una comunidad aún muy joven pero que daba importancia a la formación y la actividad intelectual, un requisito juzgado necesario para transmitir adecuadamente la doctrina de la Iglesia. Ellos pasaron también de ser los dominicos o dominicanos a los Domini Canes, los perros del Señor, los guardianes más fieles y feroces de la ortodoxia católica. Muchos de los más famosos inquisidores fueron de esta orden. Por otra parte, dominicos fueron también los padres del Convento de San Esteban de Salamanca, donde se fundó la Escuela de Salamanca y profesores de la talla de Francisco de Vitoria, Tomás de Mercado o Domingo de Soto fundaron el Derecho internacional, defendieron a los pueblos indígenas de América y dieron una respuesta asombrosamente avanzada a los problemas de un mundo que era por primera vez global. Creo que Alberto tenía virtudes que mis jóvenes biólogos deberían cultivar: el interés por aprender —llegó a decir que «desear el saber por el saber era una ocupación seria y no una frívola osadía»; su empeño en no repetir sin comprobarlo lo que habían dicho los sabios de la Antigüedad; su deseo de contrastar todo y complementarlo con observaciones propias; la capacidad de hacer experimentos sencillos que proporcionaran respuestas a lo que no es observable directamente; su amor a las bibliotecas —manifiesta su orgullo por «haberse procurado bibliografía de todo el mundo, con el mayor esmero»—, su desprecio a las fronteras —no había universidades en el territorio alemán por lo que marchó a formarse a Padua, en Italia, cuya universidad estaba recién fundada y fue el primer alemán que enseñó en una cátedra en París, la universidad más prestigiosa de su tiempo desde la cátedra "para extranjeros"—; su interés por la gestión —participó en la fundación de la primera universidad en tierras germánicas —Colonia— y arregló en unos meses la maltrecha economía de la diócesis de Ratisbona—; la capacidad de mediar y llegar a acuerdos; y el firme convencimiento de que la Ciencia o la Biología no son compartimentos estancos y todo saber merece la pena. Alberto ya en vida recibió el sobrenombre de Magno («el Grande»), un epíteto que antes había sido exclusivo de los mejores reyes y emperadores. En las facultades de ciencias honramos a este hombre que abrió caminos y tuvo un abanico de intereses amplios y diversos, siendo responsable de avances significativos en la Química, la Geología, la Zoología, la Botánica y también la Neurociencia. Además de ser un gran teólogo y filósofo, tenía inquietud e interés por todo y se preguntó por la forma de la Tierra y también la de una gota de lluvia y era un trabajador que dejo escrito unos setenta libros y tratados que medidos en páginas impresas superarían las 22.000. Cuando uno recuerda que era miembro de una orden mendicante con un código ético muy estricto por el cual solo podía desplazarse a pie y coloca en un mapa las ciudades que visitó, te quedas asombrado. Por el oeste llegó a París, por el este, hasta Viena y Riga, la capital de Letonia, por el norte hasta Stralsund, junto al Báltico y por el sur hasta Anagni, 50 km al sudeste de Roma. Entre medias, todas las ciudades importantes de Alemania. Cuando fue nombrado obispo de Ratisbona recorrió tanto a pie su diócesis que sus parroquianos le apodaron el obispo Botas. Al final de su vida, una de sus últimas tareas fue defender la ortodoxia de las ideas de su discípulo, Tomás de Aquino, cuya muerte fue para él un golpe traumático y se dice que fue a París, andando de nuevo, para hacer su alegato en persona. Como todos, fue un hombre de su época y cometió errores como puede ser el firmar, junto a otros cuarenta expertos de la Sorbona la recomendación para quemar el Talmud y otros libros sagrados judíos y eso que fue el primer estudioso cristiano que estudió íntegramente los escritos de Maimónides, el principal filósofo judío de la Edad Media. Alberto Magno buscó la sabiduría donde quiera que estuviera y, en aquel momento, estaba más fuera de la Cristiandad que dentro. Su interés por Aristóteles, cuya obra quería hacer comprensible a sus contemporáneos, y su esfuerzo por conciliarla con las observaciones de Galeno y luego, con el trabajo de su discípulo Tomás de Aquino, con la teología cristiana, le hicieron trabajar intensamente con los comentaristas islámicos del sabio griego, como Averroes y Avicena. Hay que recordar que las autoridades eclesiásticas eran contrarias a las enseñanzas de este filósofo pagano, en particular sus libris naturales, sus obras sobre la Naturaleza. Alberto fue clave en difundir la ciencia griega en la Europa cristiana. Por poner un ejemplo de esos difíciles equilibrios: Galeno había señalado que los nervios se ramificaban claramente desde el encéfalo y la médula ósea mientras que Aristóteles consideraba que el corazón era el centro rector del cuerpo. Alberto dijo «debe saberse, fuera de toda duda, que los nervios se ramifican a partir del cerebro» pero añadía «el origen primero de todos ellos es el corazón vía una sustancia que rellena los nervios y que va desde el corazón hasta el cerebro». Alberto Magno recibió críticas feroces de otros clérigos de su época que despreciaban la observación directa como fuente del conocimiento y que consideraban que aquellos filósofos antiguos defendían un predominio de la razón que relegaba la fe a un segundo plano. Alberto respondía recriminándoles que por su propia pereza pretendiesen desacreditar, escudándose en la fe, a quienes les aventajaban en la búsqueda de la verdad, algo que sigue sucediendo nueve siglos después. En el caso concreto de la Biología dijo con contundencia que «la tarea de la ciencia natural no consiste simplemente en aceptar las cosas relatadas, sino en investigar las causas de los sucesos naturales». Su gran obra zoológica es De animalibus y la primera traducción del latín completa y comentada ocupa más de 1.700 páginas. Incluyó algunas criaturas fabulosas pero también rebatió muchos mitos medievales como que el pelícano se desgarraba el pecho para alimentar a sus crías. En sus largas caminatas veía muchos animales y le gustaba interrogar también a campesinos, cazadores y pescadores. Él mismo fue cazador y su libro sobre la cetrería y los halcones es especialmente bueno. También aportaba una sana dosis de escepticismo: las informaciones que le parecían fabulosas las ponía en duda y criticaba sin paños calientes aquello que iba en contra de la observación o la razón aunque lo hubiera dicho uno de los sabios de la Antigüedad. Así cuando leyó la descripción del romano Plinio de que existía una garza monoculus, con un solo ojo, dijo así:
Parece que lo que dice es falso y contradice a la naturaleza. Pues así como a ambos lados crecen dos alas y dos pies, así sucede también con los ojos. No tendría sentido que se formara un ojo solamente en un lado y no en el otro. Este Plinio dice muchas cosas que no están atinadas en absoluto.
Otros escritos los rechazó porque sus propias observaciones los rebatían. Cuando algo era experiencia directa suya lo decía con claridad: «Fui et vidi experiri» (estuve allí y vi como sucedió) Así hizo con la opinión de que los buitres no copulaban ni tenían nidos, ya que él sabía de buitres que se emparejaban y empollaban sus huevos en las montañas entre Worms y Tréveris. Dio un gran valor a la experiencia directa y a la observación, sistemática y objetiva, un avance crucial en la historia de la Ciencia. Al respecto escribió lo siguiente:
Es necesario mucho tiempo para comprobar que en una observación se ha excluido todo engaño… No basta disponer la observación sólo de una manera determinada. Por el contrario, hay que repetirla en las más diversas condiciones, para que aparezca con seguridad la verdadera causa del fenómeno.
A pesar de su devoción por Aristóteles se enfrentó a los averroístas de su época que consideraban que el Estagirita era infalible «Quien crea que Aristóteles fue un dios, debe también creer que nunca se equivocó. Pero si uno cree que fue un hombre, entonces sin duda pudo caer en un error igual que nos pasa a nosotros».Algunas de sus observaciones y experimentos están relacionados con el sistema nervioso y merece por tanto un lugar en la historia del conocimiento sobre el cerebro. Como otros autores antes que él, identificó tres zonas en el cerebro, tres ventrículos que hacían referencia a las funciones mentales pero él además dividió cada una de ellas en dos partes. En su obra De Animalibus escribió «el cerebro tiene tres cámaras a lo largo. Cada una de ellas tiene dos partes, izquierda y derecha, longitudinalmente, siguiendo una línea que las divide». Esta división le permitía localizar siete funciones diferentes en los ventrículos: sensus communis, imaginatio, estimatio, fantasia, cogitatio, reminiscentia y memoria. Estas funciones estaban localizadas en las paredes de los ventrículos y los «productos» —ideas, recuerdos, sentimientos— pasaban de uno a otro llevados por los espíritus animales. Aunque las publicaciones posteriores de su obra dibujaban los ventrículos como esferas iguales, parece que era conocedor de que tenían diferente tamaño y diferente forma, un conocimiento que podía provenir desde Galeno: «el anterior es grande y está claramente dividido en dos partes, una izquierda y una derecha… El ventrículo posterior, aunque menor que el anterior es también grande por propio derecho pues llena una cavidad con un miembro de buen tamaño, el occipucio… Dijo también que los espíritus que ocupaban los ventrículos eran vaporosos y también luminosos, debido a que su naturaleza era muy clara «al igual que otros cuerpos, fuera del animal, que también son claros y luminosos». También decía que «esta luminosidad era oscurecida por los vapores de la tierra que lo enturbian». Un ejemplo cotidiano de este oscurecimiento se daba después de las comidas, cuando «sus vapores suben al cerebro y allí se condensan y engruesan debido al frío local —Aristóteles pensaba que el cerebro era un órgano frío que servía para refrigerar la sangre— y bloquean los caminos de los espíritus animales que administran los sentidos y los movimientos e impiden que el poder animal llegue a los sentidos externos. Y entonces llega el sueño…» Además, explicó que los espíritus de los ventrículos podían ser de distintos tipos augurando una complejidad que aun sin una base presagiaba la complejidad química, de conexiones y fisiológica del sistema nervioso. Alberto también hizo pequeñas pruebas y así, arrancó a una hormiga las antenas para averiguar si los insectos veían con ellas, uno de los primeros experimentos en la historia de la Neurociencia y también fue el primero en dar a conocer que el sistema nervioso de los articulados —el enorme grupo que incluye insectos, crustáceos y arácnidos— se asemeja a una escalera de cuerda situada en posición ventral, un detalle que refrenda su calidad como observador:
Sobre el lado del vientre, en los cangrejos hay un puente por el que pasa el órgano que transmite la fuerza motriz desde el cerebro.
Mayor importancia aún tienen sus estudios sobre el hombre, al que para empezar incluyó dentro de los animales, algo lógico por un lado pero valiente y revolucionario, por otro. En su zoología incluyó también, por tanto, la anatomía, la fisiología e incluso el comportamiento de los humanos. Entre otras cosas escribió de los sentidos, de la memoria y la reminiscencia, de los sueños, la vigilia y el dormir.El sueño era para Alberto Magno una «traba de los sentimientos y del movimiento». Había que dormir según él para que «el spiritus sensibilis —uno de los espíritus que vivían en los ventrículos y que tomaba parte en la percepción del mundo exterior a través de los sentidos— pueda recogerse en el interior del cuerpo para descansar y recuperarse». Al recogerse en el interior del organismo ya no era posible percibir el mundo exterior ni realizar movimientos. Este flujo inverso de los espíritus, de fuera hacia dentro, sería el causante de los sueños. Habla también de cómo nuestros deseos influyen en los sueños: cuando se tiene hambre se puede soñar con comida y el deseo sexual induce sueños eróticos que pueden llegar hasta el orgasmo pero también aportaba su punto de escepticismo sobre la interpretación de los sueños y sus supuestas premoniciones:
No se puede negar que a veces los sueños significan algo. ¿Quién no ha tenido sueños que luego se han realizado? Pero por otra parte, nunca son de fiar del todo.
Con su mismo saber enciclopédico se interesó sobre porqué raramente soñamos olores o los fenómenos de sonambulismo
Aun cuando el sueño traba los sentidos y los movimientos, hay que saber que, con todo, ciertos hombres sí se mueven y realizan actividades durmiendo, igual que si estuvieran despiertos. Por ejemplo, pueden andar dormidos, o cabalgar, o buscar algo, perseguir enemigos e incluso quizá matarlos y luego, dormidos sin duda, se vuelven a la cama.
Nos puede parecer fantasioso pero hay datos de sonámbulos que han conducido, montado a caballo o incluso intentado pilotar un helicóptero. También se desplazan por sitios donde no lo harían normalmente, como una muchacha de 15 años que fue rescatada del extremo del brazo de una grúa de construcción de 40 metros de altura donde se había quedado dormida tras subir sonámbula. En consonancia con eso de perseguir enemigos que decía Alberto Magno, en 1987, el canadiense Kenneth Parks condujo 23 kilómetros hasta la casa de los padres de su mujer donde estranguló a su suegro hasta dejarlo inconsciente y apuñaló a su suegra hasta matarla. Luego, volvió a subir a su coche y condujo hasta la comisaría más cercana donde, ensangrentado y supuestamente todavía dormido, se entregó a los policías diciendo «Creo que he matado a alguien». Fue absuelto.Albertus Magnus murió en 1280 y fue uno de los grandes de la Escolástica medieval, uno de los primeros empiristas y alguien que luchó para armonizar el conocimiento de la naturaleza y las creencias religiosas. Sus detractores le llamaron «el mono de Aristóteles» pero es mucho más acertado el calificativo honorífico de los que le admiraron: doctor universalis, el que sabía de todo. Un hombre que asombró a sus coetáneos por su sabiduría , su capacidad de trabajo y su enorme curiosidad. Para leer más:
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