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UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 17 Jan 2016 06:09 AM PST
El nombre del «batallón olvidado» se ha usado para distintas unidades a lo largo de la historia: uno de ellos fue el tercer batallón del regimiento de paracaidistas 506 de la 101ª división aerotransportada en la II Guerra Mundial. Las llamadas águilas chillonas («screaming eagles») perdieron a su comandante Robert «Bull» Wolverton en los prados de Normandía el mismo día D, el 6 de junio de 1944. Cuando recuperaron su cuerpo tenía 162 agujeros de bala por lo que se piensa que los alemanes lo usaron para hacer prácticas de tiro. También se llamó así al batallón de los Howitzer de 75 mm, un cuerpo de artillería no adscrito a ningún regimiento, que participó en la campaña del Pacífico, haciendo bueno su apodo de «island hoppers», algo así como «saltaislas» y combatieron de Tulagi a Guadalcanal a
Tarawa a Saipán a Guam y a Iwo Jima. De ellos era la bandera que se plantó en el monte Suribachi, la fotografía más reproducida de la historia. En Guadalcanal, 500 hombres de este batallón fueron abandonados sin comida, medicinas ni apoyo aéreo durante dos meses. Habían desembarcado con raciones para 72 horas así que tuvieron que sobrevivir a base de comer arroz, raíces, cocos y ratas. De ahí lo de «olvidados». El nombre de batallón olvidado se volvió a emplear en la guerra de Afganistán y se lo pusieron a sí mismos los soldados del segundo batallón del séptimo regimiento de marines. En 2008, este batallón fue encargado de limpiar de talibanes el territorio montañoso de la provincia afgana de Helmand. La misión era difícil, con condiciones muy duras, los soldados americanos estaban dispersos en una serie de puestos diseminados por una amplia comarca y el enemigo era tenaz e inmisericorde. Los distintos puestos estaban mal comunicados entre sí y a menudo tenían que racionar el agua o la munición porque no les llegaban a tiempo nuevos suministros. Los marines decían que era como estar destinados en un fuerte en el Salvaje Oeste y los ataques a sus posiciones eran prácticamente diarios. El segundo batallón tuvo más bajas ese año que ninguna otra unidad sirviendo en Afganistán: 20 muertos y 140 heridos. El segundo batallón ha sido objeto del interés de la ciencia pero no por su actuación militar sino por lo que pasó después. Tras regresar a Estados Unidos, la mayor parte de esos marines tuvieron síntomas de trastorno de estrés postraumático y empezó un goteo constante de suicidios, iniciado el primer año tras su repliegue y continuado durante los siguientes siete años. Para 2014, al menos trece marines de este batallón se habían quitando la vida, un ritmo cuatro veces mayor al de veteranos de otras unidades y catorce veces superior al de la población general de la misma edad. Toda muerte es terrible pero sobrecoge pensar en esos jóvenes, muchos de ellos hispanos, que habían esquivado las balas, granadas y minas afganas para morir por su propia mano de vuelta en su país. Un cabo se vistió con su antiguo uniforme y se pegó un tiro a la entrada de su garaje; un sargento se disparó delante de su novia y su madre; otro soldado se despidió de sus compañeros en las redes sociales y minutos después puso fin a su vida con su arma; uno más tomó una sobredosis de pastillas y se sentó en su coche donde le encontraron unas horas después. Un estudio reciente ha analizado los registros de 3,9 millones de personas que sirvieron en el ejército americano entre 2001 y 2007. Es llamativa la cantidad de personal involucrado aunque teóricamente el país no estaba en guerra. La tasa de suicidios se ha doblado desde 2005 pero en el conjunto de los soldados no es tan alta. La media nacional en los Estados Unidos es 13 muertes anuales por cada 100.000 personas (8,31 en España) mientras que en las tropas desplegadas en zonas de batalla era de 18,86, solo un poco superior a la de los soldados que permanecieron en sus cuarteles y bases, lejos del fragor del combate, 17,78 por 100.000. Al principio se pensó que el factor desencadenante eran las dificultades al volver a la vida civil: algunos de esos marines que colgaban el uniforme entraban en una espiral de depresión, alcoholismo y otras drogas, problemas para encontrar empleo, dificultades para mantener el trabajo, conflictos familiares y divorcios y un alejamiento patológico de unas relaciones sociales sanas. Pero con el paso del tiempo se empezaron a ver suicidios entre veteranos que parecían estar plenamente adaptados a la vida civil y tenían una vida aparentemente satisfactoria, con buenos trabajos y apoyo familiar. No se sabía qué estaba pasando. El seguimiento de las personas que han estado en una situación extrema, tanto en una guerra como en un desastre natural como un terremoto o un huracán devastador, muestra que la gravedad de un trastorno de estrés postraumático depende de la persona y también de la situación vivida, incluyendo su naturaleza, su intensidad y su duración. Lo que se está viendo ahora es que muchas de las personas que pasan por esas experiencias tan duras, con uniforme o sin él, emergen aparentemente bien pero muestran con el tiempo cicatrices mentales. Entre los factores que juegan un papel está la educación recibida –a mayor nivel educativo menos suicidios– y la evaluación de la actuación propia: los sentimientos de culpa son uno de los factores que permiten predecir con más claridad dificultades en la vuelta a la vida civil. Quizá es por eso por lo que la II Guerra Mundial no dejó el poso amargo de Vietnam o Afganistán: las imágenes de los campos de concentración nazis habían dejado muy claro al bando aliado la razón por la que luchaban y la dignidad y rectitud de su causa. Otro aspecto que tenía un impacto significativo era cómo había sido la salida del ejército: en los casos en que la licencia fue «menos que honorable», el término militar para cuando ha habido problemas con ese soldado, el porcentaje de suicidios era más alto. También es posible que la sensación de abandono, de no ser valorados jugara un papel en los soldados del batallón olvidado. La comida, el agua y la munición escaseaban, por un lado por las dificultades logísticas pero por otro, por la priorización de la campaña de Irak juzgada más importante por el alto mando y por la política de George W. Bush y Donald Rumsfeld de un ejército «más delgado» y «más tacaño» («leaner and meaner»), algo que afectó negativamente a la moral de aquellos soldados. Otro factor importante en el riesgo de suicidio es el estrés crónico. Los soldados del segundo batallón se vieron sometidos a un hostigamiento constante, ya fuera en las patrullas por los pueblos o en el martilleo constante de sus bases y puestos. Era imposible saber si un afgano con el que se cruzaban era amigo o enemigo y las bajas de compañeros muertos o heridos eran también un componente frecuente de rabia y frustración. A eso se respondía con acciones que a veces tenían un componente de venganza y donde a menudo morían civiles, en lo que se llama con ese eufemismo nauseabundo, daños colaterales. Esto a su vez generó posteriormente sensaciones de culpa y vergüenza, algo que el cerebro codifica en unas memorias particularmente persistentes. Los síntomas no mejoraban con la vuelta a casa, como si hubieran perdido las referencias y la perspectiva, a lo que se sumaba una dolorosa sensación de soledad que hacía que algunos sintieran incluso nostalgia del ambiente conocido y rodeado de camaradas de las montañas de Afganistán. El ejército encargó a Harvey R. Greenberg, un psiquiatra militar, que hiciera un análisis de la situación de los ex soldados que se habían suicidado, entrevistando a su familia, a sus camaradas y a sus superiores, intentando tener una imagen lo más completa posible de cada caso tanto mientras estuvo de servicio como tras licenciarse. Greenberg lo denominaba una «autopsia psicológica». Lo más llamativo era precisamente el número de suicidios en las personas que aparentemente habían recuperado una vida normal y que supuestamente habían dejado atrás las memorias traumáticas. Al parecer, un suceso doloroso como la muerte de un pariente cercano, un accidente de tráfico o el suicidio de un camarada reavivaba los pensamientos suicidas. No es extraño, la investigación en neurociencia ha demostrado que los suicidios son contagiosos, lo que ha llevado a bastantes medios a autocensurarse, limitando o eliminando la cobertura de estos sucesos. Los pensamientos suicidas eran también provocados por referencias mucho menos cercanas como una escena de una película de la II Guerra Mundial o una novela ambientada en la guerra de Secesión y también eran más frecuentes en personas que disponen con facilidad de un arma de fuego como son la gran mayoría de los ex combatientes y un alto porcentaje de la población estadounidense. Los antiguos soldados del segundo batallón, asustados y amargados por las pérdidas de sus compañeros decidieron hacer en la vida civil lo que les habían enseñado en el ejército: apoyarse unos a otros. Hicieron una hoja de cálculo con las direcciones, teléfonos y correos electrónicos de todos, establecieron un sistema por internet para seguir, vigilar e intervenir si alguno de sus camaradas pasaba un momento especialmente malo y se organizaron para llamar y visitar inmediatamente a cualquier compañero que diera señales de que algo iba mal.«Leave no man behind».«No dejes atrás a ningún compañero». Hubo también iniciativas individuales dirigidas al grupo: uno puso en marcha una granja de producción ecológica para enviar a sus compañeros comida sana, otro se encargó de organizar viajes y reuniones para juntarse unos con otros y verse de forma regular, otro formó una red para ofrecerse como voluntarios en desastres naturales y sentir que hacían algo útil y mantenían su vocación de servicio. En realidad, la historia del batallón olvidado, nos recalca lo poco que sabemos del suicidio. En la mayoría de los países está entre las tres principales causas de muerte de hombres entre 18 y 45 años. En España, el riesgo de suicidio aumenta con la edad y son más frecuentes en las grandes ciudades y en los pequeños núcleos rurales que en las poblaciones intermedias. Aunque algunos casos quedan enmascarados como accidentes de tráfico o accidentes laborales, más de diez personas se suicidan cada día en España, 3.870 en 2013, el último año del que tenemos cifras. En todo el mundo son unas 800.000 personas al año. Son en su mayoría hombres: en el caso español 2.911 frente a 959 mujeres. Un batallón es una unidad militar de aproximadamente 1.000 personas. Por lo tanto perdemos cada año tres batallones de hombres y un batallón de mujeres frente a un enemigo del que sabemos poco y contra el que no estamos luchando lo suficiente: el suicidio. Batallones olvidados. Para leer más:
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