Os voy a contar una historia real.
Es una historia de imaginación, de palabras, de lenguaje, de cognición; pero, sobre todo, es una historia que deja claro que somos potencialmente genios y que debemos dejar expresar a nuestro cuerpo esas emociones que aparecen en nuestra cabeza cada milisegundo.
Había una vez una niña. Esta niña tenía un nombre en concreto pero lo omitiré porque su historia es aplicable a cualquiera de nosotros. Todos hemos sido niño y hemos vivido esas sensaciones de cosquilleo cada vez que hemos creado nuestro mundo, nuestras palabras y nuestras ideas.
La niña cumplió dos años. Nuevas inquietudes aparecieron en su cerebro como arte de magia. Esas inquietudes le guiaron a nuevos objetivos en su día a día. Generó movimiento y el movimiento le llevó, concretamente, debajo de una mesa auxiliar redonda que había debajo de su salón. Apareció allí, de pronto, con un rotulador. Y empezó la magia. Decidió pintar un paisaje idílico. Comenzó a pintar una casa. No era una casa cualquiera. Plasmó cada detalle. Se tomó su tiempo. Razonaba cada linea y cada curva que añadía al dibujo.
Cada mañana, nada más desayunar, corría para meterse debajo de esa mesa con un rotulador y seguía adornando la casa. Su casa. Tenía dos pisos y chimenea. no tenía valla porque un camino conformado por árboles limitaba perfectamente sus dominios. Otro día decidió que tendría perro. Tardó varias semanas en terminar su casa, la que su cerebro le había impulsado a plasmar. Algún día viviría en esa casa. Nada más cumplir los dieciocho cogería la tabla de esa mesa, saldría de su casa, la llevaría a un prado enorme y su casa aparecería ante sus ojos. Contó a su entorno su idea. Perfeccionó su forma de hablar para que la gente entendiera que había creado su hogar. Solo quería hablar de ello porque era lo que realmente le motivaba. Se esforzaba en articular cada fonema que le llevaba a expresar esas ideas que había en su cabeza.
La niña se hizo mayor. Lo suficientemente mayor como para que su cerebro le recordará que hacía unos años había decidido dibujar la casa de sus sueños en la parte interior de la mesa del salón. Nuevamente surgió la motivación y, después, el movimiento. Con nervios levantó la mesa. Le sorprendió lo que allí había. La mesa estaba llena de garabatos. Trazos de mil colores sin ningún sentido ni forma. Ella estaba totalmente segura que allí había una casa, sus recuerdos así se lo hicieron saber y, tan solo, encontró un jeroglífico de lineas y curvas sin sentido. Para nada se decepcionó. Volvió a sentir ese cosquilleo y la magia de ser niña. Sintió esas ansias por hablar y por descubrir palabras que reflejaran la idea que había en su cabeza. De hecho, volvió a contar a todos su experiencia movida por unas irrefrenables ganas de hablar.
Insisto que ésta es una historia totalmente real. El potencial imaginativo de esta niña era maravilloso. Creo que cuando somos niños somos unos genios. Tan solo se nos debe permitir expresar la percepción que tenemos del mundo en cada momento y ese mundo se irá creando poco a poco. Es curioso como en este caso una niña de dos años fue capaz de crear una imagen en su cabeza que sus manitas no le permitieron dar la forma exacta en ese momento. Fue capaz de poner palabras a esa idea. Tal vez, en su mirada de adulto ese lenguaje no tuviera sentido, pero ese pequeño proyecto personal le permitió desarrollarse y adquirir un rol en su vida.
Si permitieramos que los niños expresaran y que se motivaran en sus propios proyectos, cuando fueran mayores serían capaces de dar forma a ideas maravillosas e inimaginables.
Cuantas veces en nuestras intervenciones hemos sido guiado por obsoletos materiales que no permitían la motivación de nuestros niños. En su vida, en su entorno, encontraremos sus vivencias y sus motivaciones para poder introducirnos en su percepción y poder ayudarles a expresar con una motivación real, sincera, explosiva y, como consecuencia, funcional.
Permite expresar, permite soñar, permite la motivación y, solo así, conseguirás lenguaje. Siente como un niño la llegada de cada palabra.
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