Quien haya leído "1984" de George Orwell probablemente recuerde el sentimiento de ansiedad y represión que desprendían sus páginas: en aquel Londres asfixiante, la mayor parte de la sociedad subsistía entre la miseria y el obsesivo control de quienes ostentaban el poder político y socioeconómico. La evidencia de aquella esclavitud física y mental era negada a cada minuto -y por tanto transformada en aceptación o incluso arrepentimiento- gracias a la constante vigilancia del "Gran Hermano", el miedo a la "policía del pensamiento" o a la eficacia de la "neolengua".
Escrito a mediados del siglo pasado, este clásico de la ciencia-ficción refleja un desolador futuro del que ya nos separan 28 años, suficientes para valorar y entender la obra en su contexto de posguerra mundial. Como en el Colectivo hay varios profesores de Lengua Castellana y Literatura, hemos jugado a trazar las líneas generales de una hipotética segunda parte de la obra -a ser posible, igual o más terrorífica que la primera- dentro de una actividad de creación literaria. Este ha sido el resultado:
"La historia comienza cuando David, un joven trabajador con una vida rutinaria y un sueldo algo más alto que la media, recibe la carta de despido tras 4 años de trabajo en una gran multinacional. Tras recibir una ridícula indemnización, su único ingreso es la limitada subvención del paro durante unos pocos meses, insuficientes para poder pagar la hipoteca de su piso, las mensualidades del coche, las cuotas escolares y de manutención su hija (fruto de un matrimonio fallido con Eva, quien se quedó de mutuo acuerdo con la pequeña Sandra) y los gastos ordinarios de los servicios básicos.
David no se rinde y sale a la calle en busca de trabajo: tras cinco meses solo encuentra un puesto de becario a media jornada en una subcontrata propiedad de unos empresarios asiáticos, que acepta desesperado por un salario miserable. Tras las primeras semanas de una explotación laboral sin límite, cae al suelo cuando transporta un pesado bulto haciéndose mucho daño en la muñeca. Aun así, el encargado no le permite ir al médico: "vete cuando acabe tu horario laboral o atente a las consecuencias". Cuando llega a urgencias, comprueba que la espera sería eterna por las decenas de personas que tiene delante, y decide dejarlo para otro día. La mano le duele horrores...
David es despedido a las dos semanas, pues tuvo que darse de baja al no poder mover la muñeca. Indignado, se informa de lo necesario para denunciar a la empresa, pero las tasas del departamento de justicia son demasiado elevadas para él: esto le hace cambiar de idea y centrarse en estirar sus ya escasos ahorros. No pasa mucho tiempo hasta que recibe la llamada del banco, reclamando el pago de la hipoteca: después de haber visto embargadas todas sus pertenencias, es desahuciado tras un forcejeo de la policía y la plataforma ciudadana que intenta ayudar a David manifestándose delante de su portal, donde recibe "accidentalmente" un porrazo en la muñeca sana. Por casualidad, un equipo de la televisión pública se encuentra por la zona y aprovecha la ocasión para grabar toda la escena: David piensa que podría utilizar las imágenes como prueba para defenderse, última oportunidad para él: con las dos manos inutilizadas, sabe que no tendrá mucho éxito buscando empleo. David no se pierde las noticias de la noche: en casa de un amigo ve por televisión cómo las imágenes se utilizan para mostrar a la audiencia la violencia extrema que utilizan los grupos radicales antisistema contra los cuerpos de seguridad del estado.
Para rematar, su exmujer le informa que Sandra está enferma. Tras el divorcio y el disgusto del cambio de colegio el curso pasado, ahora la niña precisa una operación para curar su grave enfermedad. Sandra es apuntada en una lista de espera interminable, aunque su estado va empeorando progresivamente y sus cuidados se hacen insostenibles: Eva pierde también su trabajo por sus continuas impuntualidades y faltas de asistencia. El pequeño cuerpo de Sandra no resiste más y, finalmente, muere a las pocas semanas sin llegar al quirófano.
David ve cómo su vida se desmorona a pasos agigantados. Consigue hacerse con un coche destartalado pero aún en funcionamiento, donde vive y duerme resguardándose del frío. Lo mueve cada poco tiempo hasta que ya no puede comprar más gasolina y es retirado por la grua por su aspecto abandonado. El joven, impedido para trabajar por las lesiones en ambas manos, subsiste en la calle y mendiga por los barrios altos siendo varias veces detenido o echado de allí. Ni siquiera puede acercarse a las instituciones benéficas: el colapso en los comedores sociales y los albergues es tan enorme que las disputas entre mendigos se solucionan a puñetazos, y David no está en condiciones ni de sostener una botella en las manos. Una mañana, durmiendo en un descampado cubierto por cartones, una excavadora que se disponía a remover la tierra para iniciar una obra en aquel lugar le aplasta una pierna. Cuando los obreros se percataron, avisan al 112 y se disponen a su alrededor en los diez minutos del bocadillo, comentando y debatiendo sobre los temas de actualidad sin prestarle demasiada atención al moribundo. David, gracias a las conversaciones de los obreros, se da cuenta de todo lo que le había pasado y ata los cabos de las causas que le habían llevado a aquel solar abandonado desde que se quedó sin trabajo:
En el libro de Orwell se repetía constantemente "Guerra es paz; libertad es esclavitud; ignorancia es fuerza" para controlar a la sociedad. En nuestro imaginado "2012", la versión oficial repetiría constantemente "habéis vivido por encima de vuestras posiblidades; hay que trabajar más y cobrar menos; invertir en Sanidad y Educación es despilfarrar: hay que dar todo el dinero público a los bancos para salir de la crisis"
Su empresa multinacional, que aun en los malos tiempos que corrían seguía obteniendo miles de millones de beneficios, le despidió gracias a una reforma laboral pactada entre el gobierno (que llegó al poder gracias al engaño y la mentira, incumpliendo todas las promesas que convencieron a sus votantes) y la patronal (cuyos representantes era unos delincuentes y unos pésimos gestores, enriquecidos gracias al ventajoso trato de los políticos quienes les regalaban decenas de concursos públicos amañados). Esta reforma condenó al paro a millones de personas entre las que se encontraba él; en la misma ley también se decidió que las indemnizaciones se redujesen y tuvieran límite máximo -algo que, contra toda lógica, era defendido por el gobierno como "medida generadora de puestos de trabajo"-, lo que aceleró el viaje a la precariedad de David.
La subvención del paro también fue recortada: cuando esto se aprobó, algunos políticos -henchidos de satisfacción- vociferaron gritos de victoria y palabras humillantes hacia los afectados. Con ella tenía que hacer frente a una hipoteca increíblemente abusiva, fruto de las malas prácticas de los bancos y el mercado inmobiliario, quienes se enriquecieron a costa del endeudamiento de la gente (permitido y jaleado por los políticos, muchos de ellos enriquecidos gracias a esta burbuja). También debía pagar las cuotas escolares de su hija, matriculada en un centro concertado (elegido para huir del gueto de inmigrantes, familias de bajo nivel socioeconómico y alumnos con necesidades en el que se había convertido el colegio al que acudió David), sin olvidar los copagos y repagos de los servicios básicos. Hacía poco que luz, calefacción, transporte, sanidad, educación... fueron privatizados totalmente porque al parecer el país "no tenía dinero", y la mayoría de los impuestos recaudados solo a las clases más empobrecidas debían enviarse a las arcas de unos cuantos bancos extranjeros sin que nadie supiese bien por qué, ni se hiciera nada al respecto.
David tardó 8 meses en encontrar trabajo porque había otros 6 millones de parados buscando lo mismo que él, con un gobierno que aprobaba sin cesar leyes que fomentaban la precariedad laboral. Consiguió un puesto tercermundista amparado por la ley al servicio de unos comerciantes asiáticos, que resultaron ser unos rateros(recibieron cientos de ventajas y presionaron para que las condiciones de los trabajadores de este país se equiparasen a los infames horarios y salarios de su país; incluso fueron detenidos pero puestos en libertad a los pocos días, tal era su influencia). No le dieron permiso para ir al médico tras su accidente porque aprovecharon un vacío legal del convenio que su empresa elaboró unilateralmente tras un paripé administrativo que ahora era lícito. Cuando acabó su turno de trabajo y pudo acudir a urgencias, se encontró con que el centro estaba saturado en extremo, fruto de la "externalización sanitaria" para ahorrar gasto público a costa de la salud de los ciudadanos.
No pudo denunciar a la empresa tras su despido -aunque ya era procedente por ley- puesto que la justicia también era de pago, y él no disponía de posibles para defender sus derechos. Los bancos le fueron embargando sus bienes, e incluso tras quedarse con todo le reclamaban aún más dinero: el que estas instituciones recibían del gobierno (los impuestos de las clases media y baja) no era suficiente para pagar las nóminas y jubilaciones de sus directivos. David tampoco pudo utilizar las imágenes grabadas por el canal público de televisión: después de hacer una purga ideológica, los periodistas que informaban de la realidad sin someterse a la "versión oficial" fueron despedidos. La cadena se convirtió en el medio de propaganda del gobierno, lanzando incansablemente mensajes como "esto lo mejor para todos", "ha sido culpa de la realidad" o "los que protestan o se resisten son unos peligrosos criminales antisistema". Tras ver por la pantalla su noticia totalmente manipulada, David escuchó vagamente la referencia a unos policías condenados por torturas a ciudadanos inocentes, pero no obstante indultados por el gobierno -dos veces- para que siguieran haciendo su trabajo.
Su hija Sandra fue invitada a cambiar de centro tras no pagar unas tasas de su colegio concertado religioso, teóricamente prohibidas. Los encargados de la empresa se disculparon explicando que sus superiores, en la última campaña de la declaración de la renta, recibieron menos dinero público del que esperaban por parte del estado laico del que vivían, con lo que no les llegaba para mantener sus negocios. Así, fue matriculada en el público donde estudió David, que cerró al curso siguiente porque según decían "era insostenible". Fue enviada, sin libertad de elección, a otro que resultó de la "fusión" -para su desgracia mucho más lejano-, y como ya habían retirado todas las becas de comedor y transporte, Sandra debía caminar a diario cuatro veces la larga distancia entre su casa y el centro. En aquel invierno especialmente frío, enfermó con tanto paseo a la intemperie y no llegó a sobrevivir a la lista de espera de la sanidad pública, totalmente colapsada por personas que no se podían permitir un seguro privado. Su madre fue despedida ya le fue imposible conciliar su vida laboral y familiar, y sin las ayudas a la dependencia no pudo afrontar ni un alquiler social (figuraba en la lista oficial de morosos por una factura impagada de un teléfono móvil que ni siquiera era suyo, pero contra lo que no pudo hacer nada): aquello fue el inicio del fin, viéndose en una habitación alquilada sin contrato y desapareciendo sin dejar rastro tras un sospechoso trabajo que le surgió en un poblado de chabolas cercano.
David perdió el coche donde vivía, después de que los trabajadores municipales de su ciudad fueran obligados -bajo amenaza de despido- a recaudar todo lo humanamente posible para poder pagar las abultadísimas nóminas de los políticos que ocupaban el ayuntamiento. No pudo comprar gasolina ya que su precio subió por encima de lo razonable: el oligopolio de las empresas de energía (un sector en teoría liberalizado, pero en la práctica controlado por tres o cuatro grandes corporaciones que contaban con grandes amistades en el gobierno) pactaba e imponía los precios, y el petróleo se convirtió en un lujo casi inalcanzable pero obligatorio. Solo David sabe cómo sobrevivió a la prohibición de rebuscar en los cubos de basura, e incluso con algunos políticos diseñando proyectos para desplazar a los vagabundos a la periferia, preocupados por la mala imagen de la ciudad. Las entidades benéficas no daban abasto para los cientos de miles de personas sin techo o con dificultades para comer a diario que ya había en el país. La desigualdad social era abismal, y todo se regía por el dinero que cada uno tuviera en el bolsillo; incluso las universidades dejaron de ser públicas por no salir económicamente rentables, y las matrículas ascendieron a varias decenas de miles de euros.
Lo último que escuchó David es que la excavadora que le atropelló por accidente se disponía a poner la primera piedra de un macrocomplejo de origen más que dudoso en unos terrenos regalados por el gobierno: aquel era el sueño de los políticos para el definitivo impulso económico de la región, por el que modificaron a contrarreloj todas las leyes imaginables. Ese lugar sería un templo a la esclavitud moderna, fomento de la prostitución y el tráfico de drogas en la zona, única salida laboral para la juventud de las familias no adineradas del país. David aguantó unos minutos más ante la mirada indiferente de decenas de obreros, que sorprendentemente no hacían nada más que indignarse sin aportar soluciones ni mover un dedo, hasta la llegada de la unidad de urgencias médicas especiales para las personas sin recursos. Le atendieron dos voluntarios sin titulación que cumplían horas de servicio a la comunidad, tras unos cuantos delitos menores como prevaricación y evasión de capitales. En efecto: aquellos expolíticos no supieron cómo atenderle y murió desangrado justo donde se levantaría el peaje del aparcamiento del casino".
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A grandes rasgos, esta es la sociedad que encontraríamos en nuestro "2012" de ficción, la continuación de la horripilante sociedad descrita en "1984". Por supuesto, esta inaguantable realidad solo es fruto de nuestra imaginación: los millones de ciudadanos de cualquier país avanzado jamás permitirían que se degradasen tanto sus condiciones de vida por culpa de la avaricia de un 1%, legalizando una injusticia tras otra gracias a su pasividad y su indiferencia. Menos aún sería posible que esto ocurriese delante de las narices de todos, en plena época tecnológica y con un acceso casi universal a la información, y que no fueran capaces de evitarlo por su propia comodidad e inconsciencia. Por fortuna, tenemos un gobierno que defiende los derechos de las personas ante los abusos de las grandes empresas, trabaja para que cada día haya menos pobres y más gente con hogar y trabajo estable, donde progresivamente se vaya consiguiendo más justicia social y exista la seguridad de que el dinero no signifique la diferencia entre dignidad y sufrimiento. Debemos dar las gracias por disfrutar de leyes educativas que aseguran una formación gratuita y de calidad a todas las personas, una sanidad pública que nos atiende y cuida a todos los que lo necesitemos sin convertirse en un mercado que especula con nuestra salud, de una justicia accesible para cualquiera y de una transparencia política sin precedentes: nuestros representantes son personas íntegras y honestas, preparadas, que desprecian la injusticia y luchan por los ciudadanos sin utilizar su poder para enriquecerse ni favorecer a sus amigos y familiares. Lo contrario a lo anterior sería vivir en una pesadilla que superaría la ficción; seguro que, de ser verdad, la gente habría reaccionado ya. En la realidad que describe el relato ya es demasiado tarde... ¿o no?
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