Perder el norte es algo demasiado habitual cuando se legisla sobre aspectos educativos. Más aún cuando la legislación se empeña en ir contra la realidad e intenta someter a los dictados de normas, cada vez más prohibicionistas, contextos cuya máxima debería ser el educar. Estos últimos días, dentro del prohibicionismo tan extendido, se rematan dos cuestiones muy relacionadas con la tecnología educativa. Bueno, más bien, se refuerzan las prevenciones sobre la base de un acto realmente poco efectivo como es el de prohibir. Prohibir, bonito verbo. Prohibir, algo que de tan manido pierde todo su valor.
Ahora toca prohibir los teléfonos móviles en el aula por miedo al cyberbulling. Sí, algunos aún no se han enterado que prohibir dentro de cuatro paredes tiene poca efectividad cuando la sociedad los usa masivamente. Sí, algunos no se han enterado aún que las prohibiciones lo único que hacen es generar, aún más si cabe, la reacción opuesta a la misma. Que llevar un bidón de gasolina no es lo mismo que prenderle fuego pero, por lo que se ve, algunos aún no han entendido el concepto de educar en el uso correcto de algo frente a la fácil prohibición. Que prohibir es muy fácil. Demasiado fácil. Y, como no, seguro que tiene adeptos. Y muchos. Quizás, la mayoría. Seguro que muchos docentes y padres alaban las medidas prohibicionistas. Que bonito es prohibir. Que falsa seguridad que nos genera.
Uno prohíbe sólo lo que le genera miedo por su incapacidad personal de controlarlo. Da igual que se pueda usar bien. Lo importante es prohibirlo porque, algo siempre puede usarse mal. Sí, al igual que un cuchillo en los comedores escolares (por cierto, aún no prohibido pero, seguro, que todo llegará), la prohibición que se reafirma mediáticamente por casos puntuales queda muy bien. Sí, da votos. Muchos votos. Y al final, los legisladores piensan en las elecciones. Ni piensan en los chavales ni en su futuro. Ni falta que hace. Ya pensaremos en ellos cuando toque la hora que voten. Y seguro que, al reducir sus posibilidades formativas, conseguimos ganado que vote lo que les digamos. Que venden muy bien las palabras vacías de contenidos. Que hay mucho iletrado que compra lo que le dicen.
De siempre he tenido mis dudas acerca del prohibicionismo que se está generando en los centros educativos. Ya me generó mis dudas la existencia de vallas cada vez más altas con puertas cada vez más blindadas. Lo de las cámaras en los patios y en los pasillos ya lleva el paroxismo a extremos desquiciantes. Pero, curiosamente, esas medidas se aprueban con el beneplácito de gran parte de la comunidad educativa porque, lo de pasar lista en la Universidad, incluso mola a los alumnos. Ya el cúlmen del despropósito. El prohibir faltar a clases infumables a personas que, supuestamente, ya tienen un cierto espíritu crítico. Vamos para bingo.
Sí, los centros educativos se están convirtiendo en centros de prohibición. Prohibimos los móviles, el uso de obras comerciales (que, en el ámbito educativo podrían ser usadas para educar) y, como no, las posibilidades de libertad de movimiento de nuestros alumnos. Sí, tenemos aulas de castigados para quien incumple las normas, páginas web a las cuales no se puede acceder porque no están certificadas por el Estado (o las Comunidades Autónomas), vallas de un grosor cada vez mayor, ventanas cada vez más estrechas por donde prácticamente no entra un triste rayo de luz, bares cerrados o inexistentes fuera del horario de patio y, como no, multitud de prohibiciones de diferente calado en unos centros educativos que cada vez tienen menos de educativos y más de campo de prisioneros. Algunos, por cierto, con mayores libertades para sus reclusos.
No creo en el libertinaje educativo absoluto pero, de ese libertinaje a la prohibición más absolutista, creo que hay mucho margen para un término medio. Un término medio tan necesario como imprescindible porque, por mucho que sea más fácil prohibir que educar, ese no debería ser el trabajo de nuestros centros educativos.
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