Igual que los médicos asumen un vínculo de servicio y lealtad hacia sus pacientes mediante el juramento hipocrático, los docentes nos debemos a nuestros alumnos. O así tendría que ser, porque esas bonitas palabras resultan vacías al comprobar que la Lomce, aunque condenada a una pronta derogación, ha conseguido plantar su bandera en el BOE sembrando la resignación y la indolencia por los claustros de todo el país. Para volver a despertar del letargo, la Plataforma Estatal de la Escuela Pública ha sacado la campaña a la que todos los maestros y profesores con un mínimo de sensibilidad deberíamos apoyar:
"No a la renovación de libros de texto".
Si bien es cierto que el desgaste de los últimos años ha sido brutal, no podemos olvidar que el objetivo principal de la enseñanza pública es la formación de la ciudadanía bajo un compromiso inquebrantable con los alumnos y su bienestar. Al ser los profesionales que pasan más tiempo con los niños, nuestra responsabilidad va muchísimo más allá de diseñar actividades innovadoras o quedarnos hasta las tantas corrigiendo trabajos y exámenes; no somos simples burócratas, sino que estamos obligados a pensar en lo mejor para ellos y sus familias. Si realmente queremos formar a los futuros ciudadanos de una sociedad moderna, libre y justa, no podemos resumir nuestro trabajo en ir al centro y "cumplir" con el mínimo establecido; nuestro juramento pedagógico es mucho más amplio porque los alumnos nos necesitan y confían en nosotros. Y aquí es donde aparece el papel de la decencia docente.
Habrá mil realidades distintas, pero en la Escuela Pública muchos convivimos con casos de hambre y pobreza: alumnos con carencias, desahucios, familias desestructuradas, exclusión social, drogadicción... sin hablar de la injusticia de haber nacido en un entorno marcado por el paro, lejos de los recursos educativos y culturales que otros ven cotidianos y disfrutan a diario, o en una familia cuya única y terrible preocupación es sobrevivir al día de mañana. ¿Cómo vamos a obligar a todos estos niños a comprar, por el capricho de la Lomce, todos los libros de texto para el curso que viene? ¿Nos hemos vuelto locos? Mientras las editoriales se frotan las manos, este bestial sobreesfuerzo es una estafa más de nuestros políticos hacia los sectores más desfavorecidos, cobijados -como no puede ser de otra manera- en el sistema público. Si los trabajadores públicos no luchamos por lo poco que queda del estado del bienestar, ¿quién lo hará?
Por conciencia y decencia, los claustros españoles deberían tomar la decisión (porque depende únicamente de los profesores) de no cambiar los modelos de los libros de texto. ¿Acaso van a cambiar las clases de adjetivos, las tablas de multiplicar o los cabos de la península Ibérica? Quien diga que no se pueden utilizar los millones de libros que circulan, ya sea en los colegios, almacenados en los armarios de las casas o en las asociaciones de padres, o bien debe revisar su vocación o tiene claros intereses personales y económicos en este asunto. Fomentemos los mercadillos de libros, el intercambio, el sistema de préstamo... pero, sobre todas las cosas, demostremos nuestra implicación con la Educación y votemos en el claustro la no renovación de los libros: seguro que las familias os lo agradecerán.
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