La primera novela de Toni Morrison, escritora afroamericana y Premio Nobel de Literatura, nace de una conmoción. La que le produjo escuchar a una compañera de colegio, negra como ella, decir que su mayor anhelo sería tener los ojos azules como los blancos. Ese deseo concentraba el generalizado menosprecio hacia toda una raza, interiorizado por una niña en forma de autoaversión racial. ¿Quién se la había inculcado? La novela surge de la necesidad de desvelar la mirada que la condenó.
Para ello, explica Morrison en un deslumbrante epílogo, había que conseguir llevar a las páginas de la novela un lenguaje hasta entonces confinado en el ámbito de lo privado e íntimo: el lenguaje de los negros; el lenguaje de las mujeres. Sólo desde ahí era posible hacer una crítica, descarnada y compasiva a partes iguales, de este doloroso y destructor (auto)desprecio étnico.
La fórmula elegida por la autora para abrir la novela –"Aunque nadie diga nada"– pretende acercarnos a todo ese intramundo conversacional con que las mujeres negras venían transmitiéndose desde tiempo inmemorial el conjunto de saberes, de chismes, de sucesos y de anécdotas que jalonaban sus vidas.
Una mirada ajena a niñas y niños amenaza también con pervertir la percepción que ellos mismos tienen –y sus familias, y sus docentes– de lo que son, de lo que quieren ser.
"¿Para qué sirven los niños?", pregunta provocadoramente Santiago Alba Rico. Si la pregunta nos parece indecente, indecentes deben parecernos también las palabras de quienes se obstinan en orientar todo su proceso educativo hacia la inserción en una realidad tan alienante como la expresión que le da nombre: el mercado de trabajo.
Un mercado de trabajo al que se compadece por ser víctima de nuestro sistema educativo cuando la realidad es que es precisamente ese mercado laboral la causa de la masiva expulsión de nuestros jóvenes hacia otras geografías.
Unos jóvenes que no se marchan de España porque tengan una formación insuficiente, sino porque resulta excesiva para un inexistente tejido industrial que fue replegándose ante la presión de la burbuja inmobiliaria y la especulación financiera.
Pero es que además cabe preguntarse si es el mercado el que debe modelar a nuestros niños y niñas, a nuestros docentes, o si es la ciudadanía la que debe decidir cuáles son los perfiles profesionales necesarios para que todos podamos llevar una vida más saludable, más digna, más feliz.
¿Como es posible que el lenguaje de la producción –el de la competitividad, los rankings, la rendición de cuentas, la empresa, el mercado– haya podido imponerse al lenguaje de la reproducción (en la acepción ecofeminista del término), es decir, al lenguaje de los cuidados y la vida?
¿Quién dejó fuera de la escuela los cien lenguajes del niño, el contacto con la tierra, la risa y el juego, la creación artística, la curiosidad y la duda, la calma y la conversación, el cuidado de los otros? ¿Cuándo y cómo la pregunta 'para qué' pasó a ser una pregunta revolucionaria?
Si Morrison denuncia en Ojos azules el oprobio de un pueblo que a fuerza de ser humillado y explotado acaba por ser partícipe de una infamante vejación –la pequeña Pecola, lo sabemos desde la primera página, fue violada por su propio padre–, quizá hoy deberíamos denunciar el proceso creciente de envilecimiento que estamos sufriendo quienes, por activa o por pasiva, nos convertimos también en cómplices de esta otra destrucción de la infancia.
Sobrecoge el dolor –un dolor vivido a solas, como el de la pequeña Pecola– con que niñas y niños están interiorizando una vida escolar que cada día es más fuente de angustia y estrés, de soledad y desencanto, de frustración y sufrimiento.
No. No queremos una escuela que consagre un modelo productivo a todas luces devastador. No queremos un sistema educativo que se limite a preparar a nuestras hijas e hijos para que encajen en un mercado de trabajo cuya voracidad no se refrena ni ante los derechos humanos ni ante el inquietante agotamiento de los recursos del planeta.
Reclamamos una escuela que forme personas libres, responsables, críticas. Personas que se sepan interdependientes y ecodependientes. Y a quienes no haya rutina escolar ni evaluación externa capaces de robarles la conciencia.
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