UniDiversidad. El blog de José R. Alonso. |
Posted: 12 Aug 2014 12:29 PM PDT
A pesar de haber conseguido más logros que ninguno, Cajal se denominaba a sí mismo «el más humilde de los profesores de España». No era falsa modestia, abominaba de los numerosos homenajes que tuvo en vida y lo único que pedía era que no le robaran el tiempo que necesitaba para seguir trabajando. La humildad era realmente una de sus virtudes. Fue un profesor extraordinariamente cumplidor y en los cuarenta años consecutivos que dio clase en el viejo Colegio de San Carlos, la antigua Facultad de Medicina y actual sede del Colegio de Médicos de Madrid, no faltó un solo día, excepción hecha de las veces que cayó enfermo y de sus viajes al extranjero y de una que al final comentaremos.
La actividad docente de don Santiago estuvo estrechamente ligada a las tres cátedras que ocupó en su carrera académica, en Valencia, Barcelona y Madrid. Sus primeros alumnos, los de Valencia, comentaron dos cosas del nuevo catedrático: que prescindía de la oratoria florida al uso, limitándose a la precisa descripción de los hechos, y su voz de «cantante de jota», ese acento aragonés que tardó mucho en perder. Valencia fue una época de disfrute, de excursiones, de explorar campos de la hipnosis a la microbiología; Barcelona es la cumbre científica, la productividad fecunda, los viajes al extranjero y también las clases particulares para ganar un sobresueldo; Madrid es la consolidación, el trabajo constante, la madurez, la fama y la vejez. Como profesor, al igual que en resto de sus facetas, primó siempre el hacer que el ser y era evidente su nulo interés por las apariencias, que se notaba hasta en su aspecto desaliñado al ir a clase. Julián de la Villa, alumno de Cajal, contaba la impresión que daba el ya mundialmente conocido sabio al entrar en el aula:
Un hombre que me pareció estrafalario: sombrero de copa, algo abandonado, capa parda y no muy nueva, barba corta y mirada al espacio como despreciando lo mundano. Llega a la clase, se despoja de la capa, descubriendo una levita de largos faldones y que quizá hacía años había salido de la sastrería; el aspecto de aquel hombre, francamente, no era muy agradable.
Tras dejar la capa, empezaba la clase. Una diferencia era que mientras en Valencia y Barcelona los grupos eran poco numerosos, en Madrid el aula estaba abarrotada. Según su secretaria Enriqueta Lewy:
El Maestro tenía que explicar diariamente su Histología a 400 mozalbetes que ansiaban, impacientes, calentarse antes que en la luz del saber, en la luz del sol. Todos los años tenía que realizar la misma obra de desbaste primario en muchachos ayunos de preparación.
Los alumnos universitarios de la época de Cajal eran poco más que adolescentes, con poca disciplina, una formación bastante deficiente y escaso interés por el estudio. Aún así, el nombre y prestigio de Cajal infundían algo de temor reverencial. Álvarez Sierra, alumno de Cajal también, lo cuenta de esta manera:
La mayoría, recién salidos del instituto, no entendíamos sus elevadas lucubraciones; pero, al igual de todos los estudiantes que pasaron por su cátedra de 1892 a 1922, recibimos una lección de ejemplaridad, de fervor y disciplina en el plan de trabajo que el porvenir pudiera ofrecernos; entusiasmados por su gloria y su talento le guardábamos profunda devoción, y en la hora de sus triunfos nuestra emotividad juvenil se tornaba en un orgulloso gesto de íntima alegría por haber alcanzado la suerte de poder ser sus discípulos.
Los alumnos sentían orgullo por sus éxito y cuando recibió el telegrama de Estocolmo de que se le había concedido el premio Nobel, los estudiantes de Medicina acompañaron a Cajal entre vítores y aplausos a su domicilio -algo que no creo que a él le hiciera mucha gracia- e incluso propusieron de forma insensata que se cambiara el nombre de la calle de Atocha, donde vivía, por el de Ramón y Cajal. Gregorio Marañón contaba que asistir a la primera clase de Cajal era una ceremonia iniciática entre los alumnos del preparatorio de Medicina, que acudían al aula con devoción y respeto. En general, aparte de esas descripciones laudatorias, hay un consenso general en que Cajal tenía en clase un tono de voz bastante plano y que el nivel de las clases era excesivo para unos alumnos que llegaban a clase «sin haber perdido el pelo de la dehesa». En lo que sí hay consenso es en la calidad de sus dibujos en el encerado, para los que usaba tizas de colores y donde iba trazando células, tejidos y órganos con singular perfección. Las caricaturas de la época siempre le dibujan pintando y es que debía ser excepcional tanto por el uso continuo de la pizarra, como por la calidad artística y didáctica de aquellos esquemas. Marañón contaba la lástima que le producía cuando al terminar la clase entraba el bedel a borrar el encerado. También es común en las declaraciones de los alumnos de Cajal que no les miraba directamente sino que su mirada estaba perdida, fija en ninguna parte:
Con aquella mirada huida al espacio y dibujando en el encerado, creíamos que no se ocupaba de la clase, donde, en los lejanos bancos se jugaba al tute
De la Villa define aquel tute como «perrero», simplemente porque se jugaban perras, es decir poco dinero y Cajal parecía que, ensimismado en sus dibujos en la pizarra, no se enteraba de nada. Sin embargo, al ir a explicar unos elementos celulares cuyo tamaño variaba de pocas micras a cuarenta, Cajal añadió «que no son las del tute que se juega en los rincones». Era permisivo con los estudiantes quizá en recuerdo del alumno díscolo y revoltoso que fue él de niño. Galo Leoz cuenta que a un estudiante que en clase hacía volar una mosca con un papel de fumar pegado a sus alas que, por mala técnica, siempre se desprendía; el maestro le llamó la atención diciéndole «A mí nunca se me caía». Otra anécdota que muestra que sí sabía lo que los estudiantes cuchicheaban aunque no hacía mucho caso de ello es que, al parecer, tenía una coletilla de terminar las clases o los apartados del programa repitiendo etcétera, etcétera, etcétera… Los alumnos hacían una porra para ver si el número de etcéteras de cada día era par o impar. Un día, después de finalizar una disertación con varios etcéteras terminó diciendo a la clase: «Hoy ganan los pares». También era común que los alumnos discretamente abandonaran el aula saliendo a hurtadillas por la puerta de atrás, un movimiento que él llamaba de "diapédesis"
Mirando a los que se sentaban en la última fila de los bancos , para no ser apercibidos y que Cajal llamaba "los periféricos", porque en cuanto pasaba lista empezaban a desfilar, impaciente por empezar la lección, exclamaba: ¡A ver si salen pronto esos leucocitos emigrantes!.
Desde luego, el ambiente de las clases era menos serio que el que pensamos ahora cuando vemos aquellas fotos de profesores con levita y estudiantes de traje y corbata.Su primera formación como docente la recibió de su padre quien le enseñó anatomía primero con huesos que recogieron en un cementerio y luego realizando juntos la disección de cadáveres. Cajal inició esta formación docente con varios postulados que serían básicos a lo largo de su vida como profesor:
Además sus clases eran doctrina de arte pictórico… pero los centenares de muchachos sentados en el aula helada y oscura, apenas iluminada por la luz del patio a través de cristales que nadie lavó nunca, escuchaban indiferentes al Maestro que entraba en el aula con aire distraído y bondadoso.
Cajal… compartía con sus alumnos los últimos hallazgos suyos o los de otros sabios nacionales o extranjeros.
Con respecto a pruebas y calificaciones, Cajal examinaba «con la testarudez propia de un aragonés» y llevaba mal que la gente se fuera por las ramas y no contestara «netamente» en aquellos tediosos exámenes orales. Aún así parece que no era nada difícil superar su asignatura: «Nosotros recordamos al maestro Cajal que en su diccionario pedagógico no existía la palabra suspenso, … parecía tener fobia a la calificación cero, y cuando preguntaba a un alumno, si no sabía la lección, en lugar del clásico signo negativo ponía lo que llamábamos un 'espirilo', que era un ligero garabato, un trazo vertical ondulado». Algo parecido sucedía en los tribunales de licenciatura y doctorado. Sus alumnos los valoraban como «exámenes fuertes, en que los profesores acuciaban al graduando con observaciones difíciles y capciosas, esperando el momento en que pusiese de manifiesto algún error o falta de preparación, Cajal se limitaba a preguntas de notoria sencillez, procurando allanar las dificultades, y haciéndose el distraído ante muchos de los disparates que escuchaba». Cajal era también crítico sobre el nivel docente en España planteando tanto al gobierno como de forma abierta en la presa, sus ideas sobre la reforma del sistema educativo. Por ejemplo, publicó en El Imparcial un artículo titulado Revolucionario e inesperado en el que denunciaba «los intolerables manejos del caciquismo en la enseñanza» y se lamentaba de la «rutina y de la mentalidad medieval que existe en nuestros centros docentes». No se conformó con ese diagnóstico sombrío sino que propuso una reforma, aplicando sus conocimientos de Neurociencia a lo que debía hacerse en el ámbito de la enseñanza, un paradigma educativo establecido en tres etapas:
Fue, como recuerda Baratas, «un catedrático 'serio' con un temario bien estructurado y actualizado, y cuyas clases se preparaban bien y se presentaban mejor». Jamás usó la investigación como excusa para abandonar la docencia y pienso que tuvo siempre claro, en su radical honradez con el dinero, que le pagaban por ser catedrático, por ser profesor. Con respecto a la clase que no llegó a dar Cajal fue la última, la de la despedida. En una entrevista que le hicieron con motivo de su jubilación dijo así:
No, no quise explicar la última lección; me acobardé ante la perspectiva de una explosión de ternura que habría podido ser de fatales consecuencias para mi organismo, rudamente quebrantado…
Y más adelante vuelve a repetir:
No me he despedido, no me despediré nunca de la cátedra ni de los muchachos: no perderé ese contacto mientras viva… ¡es superior a mis fuerzas!
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